Sin posibilidad legal para organizar un referéndum tendente a cuantificar y valorar el sentimiento independentista existente en la sociedad catalana –el manido "derecho a decidir"-, se ha optado por el recurso de aprovechar unos comicios autonómicos en el que los partidos que apuestan por la independencia se presentan en una lista única, posibilitando una lectura plebiscitaria de sus resultados. Era lo que apuntamos en su día (“Cataluña como síntoma”) y lo que se ha consumado ayer, con un resultado nada tranquilizador de división social.
A partir de hoy, pues, nada cambia en Cataluña salvo la frustración de no alcanzar los objetivos perseguidos y complicar esos equilibrios políticos en los que se basa la formación de gobierno y el funcionamiento de las instituciones. Todos los resortes del Estado continúan vigentes y la jurisdicción de sus tribunales sigue rigiendo en Cataluña, como bien advierte Toño Fragua en un artículo publicado en La Marea. Pero, tras la erupción visceral del proyecto independentista, queda una tarea ingente por hacer centrada en la sensatez y la racionalidad: volver a la mesa del diálogo, abrir cauces a la negociación y buscar acuerdos que satisfagan a unos y otros. Esto es más fácil de decir que de hacer, pero no deja de ser un imperativo inmediato tras el resultado electoral de ayer. Hay que aceptar las reglas del juego en toda búsqueda de entendimiento que pretenda resolver los problemas. Desde el inmovilismo de unos y la radicalidad de otros no se consigue nada, salvo fracturas sociales de difícil cicatrización. Rajoy y Mas tienen que sentarse a negociar, desde el respeto a la ley, la lealtad institucional y con voluntad de pactar acuerdos, incluidos cambios en la Constitución, si fuesen necesarios.
Los verdaderos demócratas ajustan su comportamiento a la legalidad y no hacen lecturas interesadas y torticeras de los resultados, respetando escrupulosamente el veredicto de las urnas. Y lo que ha expresado el pueblo catalán es una división casi alícuota entre partidarios y detractores de la independencia. Un resultado que obliga a tender puentes y manos abiertas al entendimiento entre ambos sectores de la sociedad catalana como sólo se puede hacer desde la política: con diálogo, negociación y consenso. Y eso ha de empezar a hacerse desde hoy, tras las proclamas eufóricas de victoria que todos entonaron ayer a sus seguidores. Y ha de hacerse porque un 47 por ciento de los votos no son suficientes para proclamar unilateralmente la independencia, ni un 52 por ciento restante puede negar la existencia de un problema al que hay que dar solución. De ahí la pregunta: ¿Y ahora qué, Cataluña?