¿Y ahora qué, Cataluña?

Publicado el 28 septiembre 2015 por Daniel Guerrero Bonet

Celebradas las elecciones autonómicas en Cataluña, que los soberanistas han logrado que se interpreten en clave plebiscitarias, cabe preguntarse qué pasos se van a dar a partir de ahora, cuando se ha conseguido fracturar aquella sociedad prácticamente en dos mitades de igual tamaño y misma vocación excluyente. Sin una mayoría cualificada de apoyo ciudadano (cuantificada en votos), imprescindible para justificar cualquier proceso de secesión, aunque se disponga de mayoría de escaños gracias a la aplicación de Ley d´Hondt, que favorece a los partidos más votados en detrimento de la proporcionalidad, queda simplemente asumir los resultados en lo que significan –mera elección de un gobierno regional y no un plebiscito- y replantear una nueva estrategia basada en el diálogo y la negociación. Tras el órdago viene la hora de la política.

Sin posibilidad legal para organizar un referéndum tendente a cuantificar y valorar el sentimiento independentista existente en la sociedad catalana –el manido "derecho a decidir"-, se ha optado por el recurso de aprovechar unos comicios autonómicos en el que los partidos que apuestan por la independencia se presentan en una lista única, posibilitando una lectura plebiscitaria de sus resultados. Era lo que apuntamos en su día (“Cataluña como síntoma”) y lo que se ha consumado ayer, con un resultado nada tranquilizador de división social.
Testada así la opinión de los catalanes, hay que ofrecer ahora salidas al callejón sin salida al que han conducido a los habitantes de aquella comunidad autónoma un presidente, Artur Mas y sus correligionarios, que ha buscado prioritariamente mantenerse en el machito aunque ello suponga adherirse a los postulados independentistas de sus nuevos socios. Sin nada que ofrecer a los ciudadanos, con un balance de gobierno de absoluta inoperancia y envuelto en escándalos de corrupción que afloran en sus filas y entre sus amigos, el honorable president se ha apoderado de las utopías independentistas que alberga un sector de la población, nada mayoritario como acaba de confirmarse (48 % de votos a favor de la independencia y 52 % en contra), para huir hacia adelante y conservar la poltrona, contradiciéndose con lo que pensaba hace años, cuando afirmaba que “la independencia es un concepto anticuado y oxidado”. No le ha importando organizar un auténtico lío, al dar alas a los afanes secesionistas de sus nuevos socios, aún a sabiendas de su inviabilidad legal. Y, aunque esos afanes sean compartidos por cerca de la mitad de los catalanes, no pueden imponerse de facto al conjunto de la sociedad catalana y a espaldas de la española, único titular de la soberanía nacional y única con capacidad para decidir. Por muy legítimo que sea aspirar a la independencia, ninguna legitimidad prevalece a la legalidad en un Estado de Derecho y democrático.
A partir de hoy, pues, nada cambia en Cataluña salvo la frustración de no alcanzar los objetivos perseguidos y complicar esos equilibrios políticos en los que se basa la formación de gobierno y el funcionamiento de las instituciones. Todos los resortes del Estado continúan vigentes y la jurisdicción de sus tribunales sigue rigiendo en Cataluña, como bien advierte Toño Fragua en un artículo publicado en La Marea. Pero, tras la erupción visceral del proyecto independentista, queda una tarea ingente por hacer centrada en la sensatez y la racionalidad: volver a la mesa del diálogo, abrir cauces a la negociación y buscar acuerdos que satisfagan a unos y otros. Esto es más fácil de decir que de hacer, pero no deja de ser un imperativo inmediato tras el resultado electoral de ayer. Hay que aceptar las reglas del juego en toda búsqueda de entendimiento que pretenda resolver los problemas. Desde el inmovilismo de unos y la radicalidad de otros no se consigue nada, salvo fracturas sociales de difícil cicatrización. Rajoy y Mas tienen que sentarse a negociar, desde el respeto a la ley, la lealtad institucional y con voluntad de pactar acuerdos, incluidos cambios en la Constitución, si fuesen necesarios.
Hay que abordar un nuevo modelo de financiación autonómica, hay que recuperar las reuniones de presidentes, hay que reformar definitivamente el Senado para convertirlo de verdad en una cámara territorial y hay que hacer figurar en la Constitución la estructura real del Estado, plasmando su configuración autonómica. Y hay que dar respuestas al sentimiento independentista de muchos catalanes, brindándoles la posibilidad de un autogobierno aún más eficaz, eficiente y recíprocamente más solidario con el conjunto del Estado del que forma parte, con pleno respeto a las leyes y los procedimientos democráticos. Ahora toca hacer pedagogía política para resaltar todo lo que se puede conseguir juntos y las ventajas que sólo se logran con la fuerza y el trabajo de todos, en todos los ámbitos: económico, social, cultural y político.
Los verdaderos demócratas ajustan su comportamiento a la legalidad y no hacen lecturas interesadas y torticeras de los resultados, respetando escrupulosamente el veredicto de las urnas. Y lo que ha expresado el pueblo catalán es una división casi alícuota entre partidarios y detractores de la independencia. Un resultado que obliga a tender puentes y manos abiertas al entendimiento entre ambos sectores de la sociedad catalana como sólo se puede hacer desde la política: con diálogo, negociación y consenso. Y eso ha de empezar a hacerse desde hoy, tras las proclamas eufóricas de victoria que todos entonaron ayer a sus seguidores. Y ha de hacerse porque un 47 por ciento de los votos no son suficientes para proclamar unilateralmente la independencia, ni un 52 por ciento restante puede negar la existencia de un problema al que hay que dar solución. De ahí la pregunta: ¿Y ahora qué, Cataluña?