Era verdad que le había costado mucho admitir y asimilar que no había nada que pudiera hacer, que era absurdo reanudar la batalla abandonada.
Se había autoconvencido de lo inútil de sus sentimientos y estaba satisfecho por haber educado su voluntad para que estos sentimientos no afluyeran. Al fin y al cabo, no hay amor sin voluntad. Además, había dado crédito a un rumor sin contrastar que directamente le dejaba como un gilipollas. Por eso no hablaba y huía como entendía que hacía ella. Y no le importaba.
Pero sí le importaba. Todo lo que veía le recordaba a ella, la confundía de lejos con otras chicas, la veía en cada esquina, buceaba en cada recuerdo y lamentaba cada palabra mal dicha, cada decisión mal tomada, cada plan fallido, cada amago sin respuesta.
Y aquel día parecía que el mundo se había aliado especialmente para recordárselo. No, no haría nada. Ya no creía. Ya no confiaba. Ya no tenía esperanza. Ya no vivía.
Pero se imaginó a sí mismo yendo allí, haciendo lo que sabía que nunca se atrevería a hacer. Ni siquiera sabía cómo ir, ni dónde quedaba, ni qué podría pasar, pero la idea se le había metido en la cabeza y le taladraba la mente durante las horas de clase interminables. Seguía pensando que no lo haría, que hacerlo le haría creer que era todo suyo y que podría manejarle. Tenía miedo.
Entonces recordó haber cometido el mismo error otras veces. Recordó el origen de sus inseguridades. Volvió atrás y se vio asustado y cobarde como siempre. Se dijo que no esta vez. Esta vez lo daría todo hasta quedarse sin nada. Si ese era el precio que había que pagar lo pagaría, pero que no fuera lo que él quisiera, sino lo que quisiera Él.
Se puso una prueba. Si no tenía que pasar ya saldría algo que se lo impidiera. Así que tentó a la suerte y pidió prestado el coche. Se lo dieron contra todo pronóstico. Ahora el problema era ir hasta allí, encontrar el sitio y no cagarse de miedo.
Eso era imposible.
Y como era imposible, lo hizo.