El Gobierno aprieta el acelerador y se pone a 120, exactamente la misma cantidad de latidos de mi corazón cuando el poder político y económico se impacientan y sacan fuerza de flaqueza para dar un nuevo impulso a esta larga tortura de recortes sociales, que va a dejar el estado del bienestar (apenas se escucha ya la expresión) hecho un harapo, un recuerdo leve traspapelado entre los días de la agenda.
Con estos pronósticos, no es de extrañar que para el Gobierno los ajustes sean un fin y no un medio, aun siendo la pócima amarga que nos vendieron para salir del entuerto. Rebelarse sería suicida o heroico, dependiendo del resultado. Así que el camino sumiso es el de ajustar y recortar, que debe ser adictivo porque nunca es suficiente y cuando te enganchas acabas enfermo. A partir de ahí, cuando ya no quede nada que recortar, la lógica apunta a que se producirá el ansiado crecimiento, al menos de los que queden, pero no se especifica de qué calidad ni si será igualitario y equilibrado ni si establecerá los mecanismos necesarios para regular un mercado insaciable. Y es que la avaricia también es adictiva.