Sin embargo, hoy me es imposible no preguntarme: ¿Y los otros muros?
¿Qué pasa con el muro entre México y Estados Unidos? (Ese que hace dos años el entonces embajador de Estados Unidos en España me negó que existiera). ¿Cuándo haremos algo para detener la construcción del muro de Cisjordania? ¿Y las alambradas de Ceuta y Melilla? ¿Para cuándo la caída del muro de Marruecos, más bien, los ochos muros que lo componen en el Sahara Occidental ? También hay una alambrada entre Botswana y Zimbawe, un muro separando Sudáfrica y, de nuevo, Zimbawe; otro entre Corea del Norte y Corea del Sur... ¿Y con éstos qué? Más de 4.000 kilómetros de división separan India y Bangladesh, y una valla electrificada hace de barrera entre India y Pakistán. ¿Alguien habla de ellos?
Son todas estas murallas que dividen, como la de Berlín, historias, sueños, personas, pueblos, religiones, anhelos. Que dividen, en resumen, a la humanidad. Pero estas otras no se nombran. No hay celebraciones, ni marchas pidiendo que caigan. Y así, mientras nuestras manos aplauden la caída de un muro, nuestros labios callan la construcción de tantos otros. Y aún existen otros más, los más difíciles de derribar: los muros mentales, los que nos separan de la solidaridad, de la alegría, de la empatía, de nuestra esencia. ¿Cómo hemos podido olvidar lo que supuestamente aprendimos hoy hace dos décadas?
"Acaso tras el muro,
tan alto al deseo como pequeño a la esperanza,
no exista más que lo ya visto en el camino
junto a la vida y la muerte,
la tregua y el dolor.
Y la sombra de dios indiferente."
Fernando Paz Castillo, poeta venezolano