¿Y quién cree en el venezolano?

Publicado el 15 diciembre 2016 por Jmartoranoster

Ileana Velásquez.

En definitiva, es un reto diario el hecho de lograr ver el lado bueno y positivo de la gente en estos tiempos cruentos, en los que se viven situaciones extremas, que en muchos de los casos han mutilado los valores del ser humano.
Salir a la calle día a día y escuchar desde lenguajes incendiarios hasta discursos deprimentes, ver la poca calidad humana que queda allá afuera, el derrumbe de valores y la llamada “viveza criolla”, a cualquiera le asesina la fe; y no me refiero a la fe en Dios, sino a los mismos conciudadanos.
Entonces nos sobrevienen las quejas, la fatiga, los dimes y diretes, el “¡no sea vivo usted!”, “a mí no me ayuda nadie y a nadie ayudo”, “yo primero, yo segundo y yo tercero”, aunado a una macabra complicidad, al favoritismo y al cáncer de la corrupción, producto de una crisis devoradora que jamás ha reconocido jerarcas ni subordinados a la hora de devastar principios morales. La palabra honesto no viene marcada en credenciales ni etiquetas de ropa.
Y luego de todo, y casi sin darnos cuenta, nos volvemos intransigentes, viviendo a la defensiva y a la ofensiva, porque según nuestros cálculos, “este mundo es de los vivos, no de los bobos”; y hasta copiamos tétricos modelos que dejan a otros dudando de la educación que nos dieron nuestros padres, solo porque “en este país todo es una maraña, y no queda otra que mover las teclas”. Y sin que eso nos baste, luego llegamos a casa con la repetida “cantaleta” del: ¡Dios mío!, ¡¿cuándo va a mejorar esto?!
Se escucha en las calles una premisa muy cierta. Dicen que “para que este país mejore tendrá que empezar desde cero, como después de las guerras”. ¡Verdaderamente!, sobre todo porque los primeros con el deber de limpiarnos y desechar tanta basura acumulada somos nosotros mismos, que hemos transgredido hasta el hartazgo el derecho ajeno, con el simple hecho de ser intolerantes y atrevernos a desvalorizar a una persona por su color político, a denigrarla y medir su promedio de calidad humana porque tenga amigos de un bando o del otro, a socavar su integridad personal, señalándola y etiquetándola, y a sitiarla constantemente en un acoso absurdo que hasta le termina coartando la libertad de ser y decir.
Hoy en día, sin duda alguna, la tarea más difícil es la de convivir, pues parecemos permanecer agrupados como si se tratase de la competencia de un juego. Sí, un juego en el que nadie quiere perder, por una cuestión no solo de ganancia y de ego sino de desasosiego, ante un tema país y mundo que nos arropa a todos y nos hace parte de una misma realidad.
Y es que a la hora de hablar (en mi caso escribir) con franqueza, el venezolano sobre todo es experto en sincerarse y decir las cosas “al pan, pan y al vino, vino”.
Y pienso ¿no?, que ojalá gozáramos de esa misma diafanidad al momento de vernos el lado bueno y humano que nos queda.
Qué cambio tan grande habría, si así como llegamos a casa mentándole la madre y la familia al que nos trató mal en la calle, nos miró o respondió de mala manera, no nos consideró ni cedió el asiento, se nos “coló”, o lo que sea que nos haya indispuesto, podamos también decir:
Esta mañana la vecina me regaló gustosa unos buenos días, a pesar de que la situación, me consta, también la aqueja. El vecino, que por causa accidental usa bastón para caminar, me preguntó cómo estoy, pese a que nunca se lo pregunto yo. Un desconocido que iba a mi lado en el autobús me regaló una sonrisa y me escuchó durante todo el trayecto, aún cuando también, supongo, debe tener sus problemas. Mis compañeros de trabajo me apoyaron en la densa jornada, a pesar de que sus asuntos los mantienen agotados. El amigo del taxi donde iba, le dio paso al anciano, al de capacidad disminuida o a la dama embarazada. La maestra de mi hijo, hoy le enseñó el valor de no ensuciar las calles. Alguien me llamó para saber si resolví. No llevé almuerzo al trabajo, pero una buena compañera compartió conmigo del suyo. Mi jefe agradeció mi trabajo y me deseó descanso cuando iba saliendo de la oficina. Un transeúnte muy apurado, tuvo la amabilidad de explicarme una dirección. El amigo panadero, que de todo saca un chiste, me sacó una carcajada y me alegró la tarde. Aquél conocido, que desde hace tanto no veía, me estrechó en un abrazo fraterno cuando por casualidad nos encontramos. Recibí un mensaje de mi padre o una llamada de mi madre y su siempre cordial invitación a un café. Había niños jugando y riendo en el parque cuando regresaba a casa.
Y así un sinfín de pequeñas vivencias, que por ser a veces tan cotidianas se vuelven como invisibles. Las ignoramos, las pasamos por alto, no les damos importancia.
A estas alturas del siglo, y en medio de una era tan compleja, estos mínimos detalles se traducen en las dádivas más grandes, se convierten en la riqueza que se extingue cada día al paso de los sucesos que nos endurecen, y se vuelven bálsamo, medicina, ayuda espiritual, paz y templanza en medio de tanta vicisitud.
Las veo como bellas regalías; no cuestan, no poseen valor monetario, son demostraciones asequibles, que solo esperan nuestra gratitud y reconocimiento.
Yo apuesto que quien dijo: “Gracias”, “por favor”, “adelante”, “buenos días”, “permítame ayudarlo”, “tome asiento”, “¿qué necesita?”, no preguntó de antemano “¿de qué bando está usted?”, “¿qué causa o a quién apoya?”, “¿es de los míos?”
No, convencida estoy de que no. El venezolano no es lo que bocas foráneas dicen, es lo que decida ser.
Para sacar adelante al país, se necesitan líderes aguerridos, y para ser líder, hay que creer en la gente.
Si usted quiere un liderazgo, pero no cree en el talento y la voluntad humana, ya usted fracasó.
Decido seguir creyendo en mi país, que también soy yo.
Todavía hay esperanza. Licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas. Magister en Gerencia de Recursos Humanos. Locutora profesional. Escritora y poeta. Productora de televisión.
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