Camino del que hay mil, alguno bastante beno, en la red. No, no quiero un cuaderno de bitácora, que para eso ya tengo el que escribí a mano. Quiero que sea un batiburrillo de situaciones ocurridas en cualquier sitio, en cualquier etapa.
Lo que cuento hoy comienza en Gonzar, el día 2 de noviembre de 2009. Salí de Ferreiros, llevaba 19 km caminando desde las 7:30 de la mañana, o sea que debían de ser sobre las 12 o 12:30 del mediodía; estaba bastante cansado porque me había tocado bajar hasta Portomarín, y subir luego a Toxibó, que no es moco de pavo, había desayunado poco porque en Ferreiros abren tarde el bareto y desde mi primer camino decidí no subir hasta el albergue de Portomarín, por lo inútil de la escalada. De manera que no había café hasta aquí, junto al albergue de Gonzar, en un bar cutrecillo pero con buenos bocatas, (hay que pedir el de francesa, espectacular). Tiene una terracita cubierta y cerrada con mamparas de cristal que protege lo suficiente del aire frío.
Solté la correa de la cintura que sujeta la mochila, y aflojé los tirantes de las hombreras, de tal forma que la mochila cayó con todo su peso sobre la silla de plástico, dando con ella en el suelo. El ruido hizo que mirara hacia mi un viejecito que parecía hurgar en la cerradura del bar.- va a tomar algo? me gritó.- pues sí, querría un bocadillo de francesa y un cortado.- no puede ser, tengo que cerrar que tengo que salir de viaje (traduzco del gallego que hablaba el personaje). Le pongo el café pero el bocadillo no puede ser, que tengo que salir de viaje, repitió.- bueno, qué le vamos a hacer.
El viejo vuelve a abrir la puerta que ya había cerrado y me franquea la entrada. Me acerco a la barra junto a un peregrino que se estaba comiendo un bocadillazo de francesa y un café. El dueño se apresura a ponerme el café light, o sea, sin azúcar, y de eso nada, le pido dos azucarillos, mínimo de calorías necesario, me los da refunfuñando y nos dice que nos lo tomemos en la terraza, que se tiene que ir de viaje, otra vez. Le pregunto por la taza y dice que la deje en una mesa de fuera, que no se la va a llevar nadie. El otro peregrino le pide la cuenta y dice que le cobre también mi café. - Gracias, amigo.- De nada hombre, solo es un café.
Y así hicimos, salimos a la terraza, los tres, el viejo cerró la puerta y allí nos quedamos los dos peregrinos sentados al solete. Mientras, el vejete salía a todo correr, como si hubiera visto los cuernos del diablo, hacia la casa de enfrente, donde entró dando un sonoro portazo, me quedé pensativo: Si el bar se cerraba con llave, ¿por dónde habría salido el peregrino cuando se acabara el bocata?. Además no había pagado aún. En fin, cosas más raras se han visto, no le di demasiada importancia, puede que se conocieran.
Después de romper el hielo con las típicas preguntas de peregrino, ¿de dónde vienes?, ¿hasta dónde vas hoy?, me entero que es de A Coruña, que está en paro, y que se llama Juan. Yo le cuento que me llamo Juanjo, que muchos me llaman Juan, que, aunque nací en Madrid, soy de Ferrol y que también estoy en paro.
Se calzó unas polainas impermeables iguales que las mías, aunque no parecía que fuera a llover. El me dijo que sí, que llovería, que hiciera caso a un gallego que sabe cuándo va a llover. Efectivamente no paró de llover ya hasta Santiago. Yo por no sacarlas de la mochila preferí arriesgarme, total me voy a quedar en Airexe y quedan poco más de 2 Km. ¿Cómo 2 km? te quedan 10 y pico aún, me dijo. No puede ser, tengo apuntados 22 km en esta etapa, si quedaran 10 serían 30 Km, no pensaba andar tanto. Además, cuando crees que estás acabando desmoraliza mucho descubrir que aún quedan dos horas y pico, cansado, con frío y con unos nubarrones que asoman por encima de Melide que meten miedo.
Se acabó su bocata y su café, se colgó la mochila y se marchó, deseándome buen camino, como mandan los cánones. Yo me quedé un rato más calculando los Km, que, efectivamente, estaban mal sumados. Así que me preparé, me puse el impermeable por si acaso, pero sin sacar las polainas. y me puse en marcha, no sin antes ver al viejo en la ventana de la casa, sin abrir, mirando a través del cristal, como esperando el momento de poder salir o, aguardando a que llegue el coche que le llevara a su famoso viaje que, tres cuartos de hora después, aún no había empezado. Le había dado tiempo a hacerme tres francesas, cuatro cafés y un corderito al horno, por lo menos...