Desde hace ya bastante tiempo cuando le preguntas a Mayor cual es su color preferido dice que el morado. Morado, lila, fucsia y rosa. Toda la gama.
Hace unos meses decidimos comprarle un cepillo de dientes eléctrico ya que nos veía a nosotros con el nuestro y quería tener uno igual. Empezamos con uno que funcionaba a pilas, de Imaginarium, pero pronto se le quedó pequeño, y decidimos pasar a uno infantil pero casi idéntico a los que nosotros tenemos. Había dos opciones: el rojo de la película de Cars o el rosa fucsia de Princesas Disney. Ni qué decir tiene que acabamos comprando el de Princesas, el de la foto que ilustra el post.
En aquel momento intenté durante semanas convencerle sutilmente lo precioso que era el rojo de Cars, pero no hubo forma. Además, mi marido no hacía más que recordarme que nosotros no creemos en estas cosas de juguetes de niños o de niñas y que si el niño quería un cepillo de dientes de color rosa y con dibujos de princesas, ¿por qué no podía tenerlo? Abandoné mi sutil intento de convencerle para que eligiera el que yo quería y compramos el de Princesas, con el que está encantado.
Este fin de semana, con la llegada de las vacaciones y teniendo dos meses por delante de muchas horas de calle y parque, decidimos adelantar su cumpleaños y comprarle un patinete. Ni qué decir tiene que desde el primer momento en que le enseñamos el catálogo por Internet dijo que lo quería rosa. O morado. O lila.
Aunque el final de la historia es lo de menos porque escribo el post por la reflexión que viene a raiz de ésto, en la tienda no lo tenían rosa. Dispuesto para probar lo tenían en color verde y no es porque yo quisiera quitarle la idea, es que el patinete en verde era chulísimo de verdad y nos encantó a los cuatro. De hecho, aunque le enseñaron el de color morado, libremente decidió quedarse con el verde.
No puedo negar que me alivió que eligiera ese color, porque no sé si le hubiera dejado comprarse un patinete rosa. Creo que no. ¿Por qué?
Nosotros ya vivimos una vida contra corriente. Somos un poco raritos. Ya sé que esto depende de quién nos vea, a algunos le pareceremos de lo más normal, pero habitualmente no es así. A los vecinos de arriba, por poner un ejemplo, le parecemos súper curiosos y nos hacen preguntas como si fuéramos de Marte. Tras años de comentarios más o menos desafortunados sobre lo que hacemos o dejamos de hacer, a mi ya se me ha hecho callo y no me importa nada. Sin embargo, cada día que pasa me importa más lo que le pasa a mis hijos, muy especialmente lo que le pasa a mi hijo Mayor, que ya es casi un hombrecito, va al colegio y cada vez tiene un círculo de relaciones más amplio. Relaciones a veces con gente similar a nosotros pero también muy a menudo con niños criados de una forma muy distinta, con familias que viven la vida de una manera muy distinta.
Un debate interno que tengo ya desde hace tiempo es hasta qué punto debo influir en la vida de mis hijos. Hasta qué punto el modo que nosotros tenemos de vivir la vida puede terminar influyendo en sus relaciones con los demás. Hasta qué punto debo mantener aquellas cosas en las que yo creo y hasta qué punto debo ceder para que no sufran el rechazo de ser diferentes.
Entiendo que habrá mucha gente que dirá que hay que mantenerse hasta el final. Yo pensaba así, lo tenía completamente decidido. Sin embargo, en el último año he ido tragando con cosas en las que no creo, cosas que no me gustan, porque he considerado que eran lo mejor para mi hijo. Porque creo que en mi casa, de puertas para dentro, le educaré como yo considere para que el día de mañana sea libre de tomar sus propias decisiones y, si quiere, elija vivir una vida contra corriente, o bien elija camuflarse cuando le interese, como al final hacemos muchos.
Un niño de casi 5 años con un patinete rosa puede ser el objeto de muchas burlas en el parque. Un niño pequeño, con poca madurez, muy inocente, con una sensibilidad delicada ahora mismo… Creo que no merece la pena pasar por eso pudiendo evitarlo, tiempo tendrá.
No son decisiones fáciles.