Son ya seis las entregas que han llegado a nuestro país de las andanzas del Comisario Ricciardi, un hombre bueno y atormentado que desarrolla su actividad investigadora en la Nápoles fascista. A diferencia de muchos otros personajes el de Maurizio de Giovanni se enmarca en unas coordenadas especiales donde él, pese a ser el centro de las tramas, se ve rodeado de un estupendo elenco de segundas espadas que permiten al lector desear una nueva novela para ver cómo prosigue la suerte de cada elemento, desde su lugarteniente Maione hasta Enrica, ese amor inmortal que nunca llega porque mantener el suspense del mismo es un santo y seña de la serie.
Ricciardi está marcado por un poder que es su tortura. Puede escuchar las últimas palabras de los muertos allá donde va. Esta arma es magnífica para resolver los casos, pero le acarrea un malestar que impide su estabilidad sentimental, pues se niega a provocar la infelicidad de quienes le rodean, de ahí su aire taciturno y la dureza de esos ojos verdes que todo intentan escrutar. En esta ocasión el paraíso será la clave que mueva todos los hilos, y sí, lo pueden interpretar desde un doble sentido. Un burdel es donde se sitúa el crimen de la Víbora, una bellísima prostituta asfixiada con un cojín en su habitación de trabajo. El crimen acaece a las puertas de semana santa y altera el equilibrio local en medio de las futuras festividades religiosas mientras emergen los sospechosos, nacen preguntas y la intriga crece sin prisa pero sin pausa.En medio de todo este engranaje creo que hay un aspecto que merece ser remarcado. La comida es fundamental para entender las maquinaciones desde varios niveles, tanto de lectura como interpretativos. Por un lado tenemos el enamorado del pasado que recupera la belleza de la Víbora al encontrarla de casualidad en el lupanar al que acude para repartir fruta. En otra sección la joven Enrica aprende de la tía del comisario las recetas que permitirán conquistarle algún día, y mientras esto sucede la mujer del lugarteniente Maione se esmera en preparar un dulce napolitano que incluye una leyenda encantadora que sirve para reforzar la unidad del clan familiar. El amor y la gastronomía se funden en un solo cuerpo que vuela en distintas direcciones según los intereses creados en el mosaico de peripecias de esa primavera de 1932 que deja las puertas abiertas hacia nuevas vueltas de tuerca en la evolución de las estaciones que marcan el devenir temporal de los sucesos de esa Nápoles envuelta entre múltiples brumas que cuesta mucho disipar.