Era Joseff quien así me preguntaba dando respuesta al saludo con el que yo le había recibido poco antes al abrir la puerta:
—Joseff, ¿cómo te encuentras?
—Mal. Estoy mal
Realmente Joseff estaba mal y se notaba: estaba sucio, bebido y olía mal. Seguramente llevaba varios días sin ducharse, se había defecado encima y ni tan siquiera se había cambiado de ropa.
Quedamos en silencio. Al cabo de un rato Joseff me preguntaba:
—Y tú, ¿cómo estás?
Me dejó sorprendido. De todas las respuestas, ésa era la que menos me esperaba y, por inesperada, me emocionó: yo estaba en su mundo.
Joseff estaba mal y se sentía mal; pero no sólo por su aspecto, que seguramente era lo que menos le importaba, Joseff se sentía mal de años. Su verdadera dolencia se nos hace invisible a los que le miramos; la tiene arraigada tan dentro… y desde hace tanto tiempo…, que ya ni él mismo la sabe explicar.
—Y tú ¿cómo estás?
Pero en su sufrimiento, supo encontrarme a mí, preocuparse por mí… Por un momento yo entré en su mundo y su mundo tenía sitio para mí…
-—Bien, Joseff. Yo estoy bien; mejor que tú —le contesté.
Volvimos a quedar en silencio. Mientras, le observaba cómo, temblando, mojaba una galleta María en la manzanilla bien caliente que unos momentos antes le había preparado y cómo con dificultades se la llevaba a la boca para comerla, pausadamente, con cuidado de no romperla con el temblor de la mano.
Joseff es joven, no tiene aún cuarenta años. Le conocemos desde hace algún tiempo y no quiere nada. Cuando le vimos por primera vez nos acercamos a él, como siempre, con las manos vacías para ofrecer: él nos dirá. Pero Joseff no nos dijo nada, no quería nada. Y desde entonces hacemos lo que tenemos que hacer: “ESTAR” con él, ACOMPAÑARLE, RELACIONARNOS con él. ¿Hasta cuándo? Él será quien nos diga; habrá que esperar…
—¿Y si no llega nunca el querer cambiar?
—Habrá que seguir esperando, porque no quiero ser yo quien también tire la toalla y le deje solo.
—Pero así no cambiará nunca —me dicen y, a veces, me digo—. La compañía, el estar con él, está bien para un tiempo, luego hay que presionar, es angustioso verlo así.
Muchas veces nos falta la paciencia. Nuestras angustias pueden más y nos hacen exigir. En el fondo descubrimos que nuestros objetivos no están en lo que Joseff quiere, sino en lo que nosotros creemos que debería querer Joseff. Y condicionamos su libertad de decisión, por pequeña que ésta sea, a nuestros propios intereses, por muy respetables que estos sean. Queremos que Joseff cambie, aunque él no nos haya hecho señales de que quiera cambiar, porque queremos liberarnos de nuestras propias angustias. Con este pretender que cambie a pesar de él, hemos desdeñado su persona y nuestro estar, nuestro acompañar se hace condicionado y deja de ser gratuito: a cambio de nuestra compañía y de nuestra relación Joseff debe de quitarnos nuestras angustias y aceptar cambiar “para su bien”.