Ya tenía trazada la ruta, la misma que hice aquel día de necesario silencio y de sentidos despiertos buscando la tranquilidad sólida que acabé encontrando en Buenafuente del Sistal. La primera intención era irme solo, agarrar el manillar y largarme sin más. La segunda intención ha sido compartir la ruta. He avisado a algunos por el WhatsApp mañanero peor no he recibido respuestas positivas. La tercera intención ha sido la familiar, pero todas dormían como troncos. La sorpresa ha sido la cuarta: que sí, que mi mujer se viene conmigo. Bien!
El primer paso ha sido por Lupiana. Hemos recorrido la GU-921 hasta el cruce que la separa de Valfermoso de Tajuña y hemos hecho la primera parada. Encantados de la vida, encantados de habernos conocido. Y ha sido entonces cuando me ha dicho eso de "no, ésta me la quedo yo y tú te compras una más gorda".
En el cruce hemos girado a izquierdas hacia Brihuega, pueblo que nos ha recibido sin un lugar donde tomar el aperitivo. Nos ha sorprendido el mercadillo y nos hemos ido -siguiente parada- a Torija, donde nos han colado una tortilla de patatas prefabricada en el bar de la plaza, lugar al que no volveremos. Y de vuelta a casa. Nada más.
Nada más. Ochenta kilómetros en toda una mañana de domingo que rivalizaba en la gala de los Oscar soleados y que ha ganado el premio a la mejor puesta en escena. Yo iba pensando en la Madre de Dios, en la mujer que me quiere y me aguanta, en la moto, en la carretera y en una moto gorda. Sin frío, solo aire fresco; sin sueño, pero con sueños; sin prisa. Sin tener que demostrar nada. Dando la espalda al sol, como los toreros valientes. Sin correr, solo despacieando. Oyendo el burbujeo de la Cabezota y sintiendo el agarre especial que tiene la moto cuando vamos dos personas. Dejando espacio al miedo (un día escribiré sobre el miedo en la moto), dejando sitio a la conversación. Dejando sitio a los sueños de futuro, a los del presente y a los del pasado.
Todo se derrumba cuando quien te quiere, quiere ir contigo.