(Haré un inciso: la amable gente de Penguin Random House Mondadori me hizo llegar un bonito libro de David Foster Wallace. Esto es agua es un discurso, parece que uno de los pocos que dio, que, alargado innecesariamente por el intercalado de enormes espacios en blanco (y destinando de forma hábil pero perversa hojas enteras a resaltar una sola frase) llega a alcanzar el formato de libro, a lo que ayuda una presentación que, no negaré, lo convierte en un objeto estéticamente impecable. Bien: ni el discurso es de lo mejor que hizo, ni creo que sea la manera. Reediten sus obras. Divúlguenlas, editen unas Obras Completas, discutan sobre sus traducciones, agrupen sus escritos según temáticas por aquí y por allá. Pero no den, por favor, esa sensación de aprovechamiento exhaustivo, a costa, incluso, de bajar el listón de aquello tan cacareado que es la relación calidad-precio.)
Así que, en la enorme órbita de oscilación que representan muchos polos opuestos, los que andamos, por iniciativa propia y por conciencia social absurdamente autoimpuesta, a la caza de textos atractivos, estamos condenados a caer, uno tras otro, en cientos de arquetipos. Ensayo debe ser largo y narrativa debería ser corta. Porque ensayo ha de ser profundo y detallado y narrativa ha de ser precisa y dinámica. Como si concisión en el primer caso y suntuosidad en el segundo fueran crímenes a perseguir. Otra: facilidad de lectura huele a best-séller y complicación, uso constante de recursos, intención de desorientar al lector, es sinónimo de autor retorcido, sufridor, auténtico al que el texto le sale disparado cual vómito en una intensa noche de excesos varios. Finales abiertos son un estímulo para el lector que va más allá y finales cerrados condenan a los libros a no ser leídos más de una vez, como si leyéramos muchos libros dos veces, cuando hay tantos que no son leídos ni una.Todo ello puede que venga a cuento por lo que me ha encantado El camino del tabaco, extraña y triste novela de uno de esos escritores que, víctima de las modas que imponen a otros por encima de ellos, parece relegado a un injusto olvido. Erskine Caldwell publicó más de 30 novelas y forma parte de la generación de Faulkner y Steinbeck, de Mc Cullers y de O'Connor. Y El camino del tabaco me ha parecido ejemplar por su capacidad de generar, con una historia que parece grotesca, irreal, turbia y pesadillesca, un enorme interés por la situación de los Estados Unidos de esa época, los años 30, que tanto influye, aún, en nuestra actual visión del mundo. Este no es el sitio en el que yo empiezo a relatar detalles, pero puede que haga una excepción, en cuanto me haga con las dos siguientes novelas de Caldwell que he planificado leer (La parcela de Dios y Un lugar llamado Estherville), y empiece a pertrechar una de esas conclusiones que, dicen, acaban con una de esas tan efectivas frases lapidarias que son, dicen, marca de mi estilo.