Pero los dos discos de McKenzie en solitario siempre han tenido un significado especial para mí. Wild and lonely, publicado en 1990, resulta especialmente memorable. Ostenta el honor de ser el primero de todos los discos que, poseyendo en vinilo, me fue imposible encontrar cuando decidí usar el Emule para hacerme con copias en mp3 de toda la música que poseía. Para que uno no se sienta único e individual en este inmenso planeta, tomad esa muestra: nadie se había decidido, allá por el año 2006, a digitalizar su contenido. Y a fecha de hoy, la búsqueda sigue sin dar resultados. Youtube es diferente, claro. Allí puede disfrutarse de la belleza lánguida de canciones como "Strasbourg Square"
Y curiosamente McKenzie matizó (como hizo Marc Almond) su portentosa voz: dejó de forzar las cuerdas vocales y ganó matices. Contuvo los agudos y alcanzó ligeras reminiscencias del Bryan Ferry más nasal. Cedió parte del protagonismo a las partes instrumentales, concedió importancia a las bases, empaquetó canciones que emocionaban sin ceder al histrionismo. Su madurez venía con un regalo envenenado. Empezó a cubrirse la cabeza para disimular su alopecia, empezó a reemplazar el histrionismo vocal por una especie de pose afectada que nada bueno hacía presagiar. Colaboró en uno de los proyectos de la plataforma Red Hot. Versión de Bowie versioneando a Nina Simone. Y guardó alguna de sus últimas esencias para un último trabao de larga duración, Outernational, donde la oscuridad tomaba el poder a todas todas. McKenzie era consciente de que la cúspide de su carrera, en popularidad y en ventas, quedaba atrás. Scott Walker hubiera hecho otra cosa, o Marc Almond, o David Sylvian.