Debería ser un pretexto para negarme a hacerlo, pero no lo será. Hago la cama y me quedo absorto: una sábana a rayas, en tonalidades a medio camino entre lo mediterráneo y lo levemente árabe, me sume en pensamientos que toman curiosos vericuetos. Que si ese algodón que ha necesitado ser plantado, recolectado, tratado para convertirse en hilo. Que si las máquinas que lo han tejido hasta convertirlo en tela. Los tintes, los minerales extraídos o los componentes vegetales para obtener los distintos tonos. Los aditivos químicos para evitar que, una vez teñida la ropa, el detergente no acabe con sus colores al primer lavado. La red de distribución para que eso haya llegado a mi casa. Las carreteras, los camiones, los barcos que han llevado a la fábrica cada uno de los materiales. La construcción del edificio donde está el comercio donde se adquirió, los empleados que allí te atienden, como llegan desde sus casas, el transporte público, las infraestructuras, la motocicleta que el dependiente aparca a la vista para vigilarla mientras trabaja, la gasolina gracias a la cual funciona, el poste donde la dispensan, la máquina de autoservicio, la manguera, la presíón del combustible a través del tubo, el mensaje desde el terminal de cobro hacia la máquina para que entregue tantos litros o el equivalente de tantos euros. Solo estoy haciendo la cama y ya me he entregado a una cábala que abarca miles de elementos. Me da miedo pensar en todo eso y pensar a la vez en lo sencilla que es la existencia de la mosca que se ha colado aprovechando que he abierto la ventana, para dejar que la estancia se ventile, aunque sea con ese desagradable y húmedo aire caliente del agosto barcelonés. Me da miedo porque, a continuación, el proceso lógico es pensar en la humanidad como en un estado avanzado de algo y en el mundo animal como un estado más primario. Y me da miedo pensar que de eso a creer en las divinidades puede haber muy pocos pasos. Pero como, frase que suscribiría ese silencioso espectador llamado Horacio, para algunos escribir es difícil pero no escribir es aún más difícil, heme aquí, pensando qué foto ilustrará esta disquisición, qué final o qué conclusión aparecerá, pasadas treinta o cuarenta líneas. Pensando que si los fines de semana toca texto y aquí hemos pasado por encima de laberintos políticos, de comienzos de temporada futbolísticos repletos de falsas dudas existenciales, pero que no, que hay que ser serio, hay que cumplir y hay que esperar la respuesta de turno, la que no llega, la de dijiste el 1 de septiembre y ahora qué. El lamento sobre lo mermado de nuestro poder de convocatoria, que ahora no merece ya ni esa palabra, poder. Pero volví a perderme. No tengo ganas de creer en dioses. O quiero creer que si fueron superiores para organizar el inicio de todo esto, la cosa no les dio para más y ya lo de inmortales no pudo ser. Dioses muertos. Eso. Sin herederos ni código genético a clonar. Puede que sea otro de los efectos colaterales de hacerse mayor. Pero, por encima de todo, no me apetece nada que condicione mis actos al margen de mi voluntad, que tan mala no es. Ya hay bastantes cortapisas y bastantes límites dictados por la física y la química y la naturaleza. Valorarlo todo en función de. No. Esa sensación de necesidad de sentido de todos los actos me resulta nauseabunda. No es suficiente la presión del instinto de supervivencia, que ya es muy poderosa, para qué pensar en seres superiores y en sentido de todo, simplemente porque el pensamiento se vaya por las ramas mientras se allana una sábana. Para esto ha dado, para uno de esos inexplicables textos que no llevan a ninguna parte, salvo que alguna parte sea la reiteración de ciertos recursos que ya deberían empezar a cansaros. Para otro aleteo inútil, otro número en la estadística, otro esperar un cada vez más lejano e improbable regreso a tiempos pasados.