Siempre dudo cuando me presentan mujeres como compañeras de trabajo. Encuentro los dos besos algo poco profesional, teñido de cierto concepto machista al que no quiero quedar asociado. Pero dar la mano, estrecharla con frialdad y decisión tampoco me parece lo adecuado. Siempre dudo, y siempre suelo inclinarme por lo segundo. Lo prefiero porque prescinde del acercamiento inicial que no hay porque provocar. Porque los compañeros de trabajo son un poco como la familia. No los has elegido. Se cruzan en tu camino por circunstancias, éstas sin tener nada que ver con la genética, pero ahí están. Convive con ellos, colabora, haz equipo, haz piña, producid en armonía. En estos difíciles tiempos, obsérvalos, sopesa si detrás de un amistoso compañero no hay un voraz trepa dispuesto a ocupar tu silla en cuanto cometas un error o una mala enfermedad te postre en la cama.Así que no recuerdo si le di dos besos o le estreché la mano. Sé que el presentado era yo, sé que el nuevo en la empresa era yo, y a ella me la presentaron con una extraña descripción de sus funciones. Que acostumbrado a la jerga empresarial no me sonó a nada en concreto. Entonces aún no había visto The Office. Pero si la hubiera visto hubiera pensado en una mezcla de Creed y Phillys. Con mucho más de la segunda.No recuerdo nada de los primeros días hasta que trasladamos la oficina, cuando nos emplazaron uno frente al otro, separados por un pequeño armario, dos despachos abiertos frente a frente, en una grotesca situación en que parecíamos vigilarnos el uno al otro.En apenas unas semanas ya comprendí su función en la empresa. Que no era otra que la mera vigilancia intercalada con tareas esporádicas para las que no estaba justificado ni su sueldo ni su responsabilidad. Pero, siendo hija de uno de los accionistas, no hacía falta que mostrara el mínimo empeño en hacerlo bien, ni tan siquiera en hacerlo o disimular que lo hacía. Su condición le permitía atribuirse horarios laxos en entrada y salida, ausencias injustificadas por los motivos más peregrinos, y, por supuesto, libertad para hacer lo que le placía a la vez que criticaba a los demás por hacerlo. Usar teléfono y correo con finalidades particulares, sostener prolongadas conversaciones de tipo personal mientras garabateaba cualquier papel, extenderse en horarios de desayuno y comida, recibir visitas personales. Con la mayor naturalidad y consciente de que era muy improbable que alguien le llamara la atención.Tenía obesidad mórbida. No sabías si era obesa porque no se movía o era al revés. Lo atribuía a un cambio hormonal en sus dos embarazos. Cuando lo decía, las miradas cómplices se cruzaban por doquier. Porque mesura y cuidado en su comida no los había. Porque jamás se desplazó a la oficina en otra cosa que vehículos de alta gama de esos que consumen gasolina a galones y pisan los matorrales del campo en cualquier fin de semana ecopijo que se precie. Porque era consciente que su marido, un ejecutivo obsesionado con el deporte, no la tocaba ya ni con un palo. Pero había más circunstancias que la definían. Como jactarse de no necesitar su sueldo para vivir, y que lo usaba en pagar caprichos y los sueldos del servicio doméstico que tenía contratada porque ella no iba a encargarse de tareas mundanas como la limpieza o la cocina. O entrometerse, por puro aburrimiento, en la vida de los demás para criticar con sarna. Cualquier cosa menos trabajar. Si hacía falta emplear un día entero en preparar un formulario sencillo, pues eso. La convivencia con una persona así es una oscilación continua entre estupor e indignación. No había límite alguno para su desfachatez, y atribuía sin reparo a su torpeza cualquier pretexto para endosar su trabajo a cualquiera.Obviamente mientras eso durase y la empresa pudiera permitirse una persona improductiva nada iba a cambiar.Pero las cosas, algunas, cambian. Quien fue socio de una empresa vende sus acciones y deja de serlo. Quien se otorga privilegios por esa situación los pierde de una manera tan rápida como absurdo el hecho de que los mantuviera. Y en algún momento el trabajo en una empresa moderna pasa a valorarse con algo frío y objetivo como es el rendimiento. Frío criterio el de la productividad pero agradecido si se trata de valorar el esfuerzo. Los números no mienten. La poltrona se desmoronó y el privilegio cedió bajo el peso de la lógica empresarial. Fue entonces cuando se produjo la transformación: sin solución de continuidad pasó de superior a subordinada, sin que hubiera en momento alguno de coincidencia en ese rellano virtual que es el organigrama de una empresa. Caído el trato de favor, el primer y trágico planteamiento era qué hacer con una persona que se jactaba de no necesitar el sueldo ni saber hacer nada productivo. Sin nadie a quien controlar el trabajo pues ahora era el suyo el que había que controlar. Entonces surgió la víctima: la empleada problemática que se lamenta constantemente de las condiciones en que se desenvuelve su trabajo (las que otros llevábamos años soportando), la persona presta a abandonar toda responsabilidad porque veía su puesto amenazado por las funestas nubes de la crisis global, y decide que quieran eran criticables como subordinados ahora lo son como superiores. Sin abandonar la pose sobrada y prepotente ahiora tilda de arribistas y oportunistas a todos aquellos que llevan años aguantando su carácter errático y caprichoso, los acusa de todos los defectos de los que había alardeado a lo largo de años. Una vez, en decisión certera, lógica e inapelable, es despedida, no duda en cargar y apelar a la injusticia y a la pasividad de compañeros que dice no echar de menos pero con los que sigue contactando periódicamente para lamentarse de la enorme injusticia de que dice haber sido víctima.La maldad en nuestra sociedad puede estar más allá de exaltados cortando cabezas, de enfermos acumulando crímenes. La maldad se manifiesta en muchas maneras y algunas nos son muy próximas: tanto como la mesa de enfrente.