Miro al tipo: dos minutos pueden hacerse eternos en la cola de una caja o pasarse volando si se deja pasar la imaginación. Se disculpa con la cajera por la torpeza con las monedas mientras decide dejar otro producto que llevaba pues no le llega el dinero. Pide un recibo pues tiene que rendir cuentas. Mi turno, en la otra caja, ha llegado ya, por lo que dejo de prestarle atención mientras se pone el paquete de cervezas bajo el brazo y desaparece calle hacia la derecha. Mi imaginación vuela algunos minutos más: me pregunto si debería ser sincero, pararle un día y decirle que inspiró un pequeño juego literario, un juego insignificante y voluble que no tuvo consecuencia alguna más que otorgarle algo de fama anónima y transcontinental. Lo descarto inmediatamente: no me gusta nada la sensación de superioridad moral que se desprende de un acto así. Llego a casa y empiezo a teclear un texto que no me exponga a recriminaciones casciarianas de tirar de archivos cuando no hay de dónde rascar. Lo acabo en pequeñas sesiones, aprovechando ratos perdidos. Lo remato a toda prisa pues quiero aportarle un pequeño guiño, un mensaje cifrado de complicidad. En el último instante, con el telón deslizándose inexorablemente, pienso en una última imagen.
El tipo contempla satisfecho como una última lata de cerveza ha rodado hasta el fondo del refrigerador. Como, en contacto con la pared del fondo, esta a una temperatura idónea. Piensa si no debió descontarse al beber, a toda prisa, las once restantes, a lo largo de la noche anterior. Toma la lata y se la pone, satisfecho, junto a la mejilla para notar su temperatura. Decide encender la televisión: no lo hace muy a menudo pues no quiere que se estropee el día más inoportuno. Se sienta frente a la pantalla y ve a toda esa gente en la calle. Piensa en su apellido, con una "a" con acento grave. No le sale, ya, sonreír. Solamente mira.