Puedo achacarlo a la falta de tiempo. O al touchpad que se estropea en el momento más inoportuno y me obliga a mendigar en casa por algún ordenador sobreutilizado o a perder la paciencia comprobando mi torpeza con los teclados de móviles y tabletas. Pero el motivo ulterior de no escribir más a menudo siempre será la falta de un tema que me levante literalmente de la abulia. No los hay tantos o no los hay tantos que no sean repetitivos. Para qué hablar de más goles siderales de Neymar o del auténtico tormento en el que se está convirtiendo la situación política, con bandos que se enfrentan y abren sub-bandos que aún se enfrentan más todavía. Catalunya no es el Líbano pero pueden darse situaciones libanesas cuando los radicales se alinean con sus antagonistas para oponerse a los moderados. Y hacen verdad eso de que los extremos se tocan. Casi siempre es una tontería lo que me hace espabilarme y he de ser sincero y reconocer que muchos de esos estímulos provienen de Twitter. Sigue a las cuentas adecuadas, que puede que no sean tantas, y algo sacarás: inspiración, contexto, lo que sea.Y en una de esas me encuentro leyendo un corto debate sobre la necesidad o no de publicar reseñas de malos libros. Uno puede esperar que un libro sea bueno y acabar aceptando que ha sido un desastre. Uno tiene la intuición esa que no falla y que le ha hecho desenterrar tesoros y uno puede ver por ahí (o sea, por aquí) quién y qué cosa dice sobre tal autor o tal libro o tal obra conjunta y entonces se toma la determinación, (que no es la misma que con la música: oir mala música sí es una pérdida de tiempo), se ata uno los machos y va a por esas centenas de páginas pensando, casi deseando, que sea muy malo o sea muy bueno, que no se quede en esa tierra de nadie donde uno ni afilar el hacha puede. Desde que tengo cierta triste y restringida e inútil fama (uy, de qué ha ido que ponga "prestigio"), es decir, desde que poniendo mi nombre en los buscadores salen otras cosas que no sanciones por rebasar la velocidad en la calle "A", me encuentro en situaciones que, aún dejando de resultarme nuevas, no acabo de saber resolver del todo. Suelo conseguir un número relevante de copias de libros para su eventual prescripción. Suelo solicitarlas cuando suscitan mi interés y ello significa que creo que el libro puede gustarme. Las editoriales, con sorprendentes excepciones (mi adorada Anagrama, tal como escribí aquí hace unos días) suelen, en su mayoría, hacerme caso. O me envían los libros o me argumentan escasez de copias promocionales, agotamiento de ediciones, o cualquier explicación cuando no pueden enviármelas. El flujo es bastante frecuente. Mi encantadora esposa me reprende constantemente por las condiciones en que tiene que abrir la puerta a los repartidores que suben a casa a entregarlas en mano. Últimamente empiezan a darse casos curiosos: ciertas editoriales suelen enviarme algún libro adicional al que les pido. Me hablan de campañas y me piden que le preste atención a alguna novela o algún autor por el que piensan apostar. A veces ya me los envían sin solicitarlo. Entiendo que así funciona una industria tan curiosa como la editorial, donde unos cuantos tipos se empeñan en ponerle un precio a algo tan poco cuantificable como la íntima satisfacción de una frase, de un párrafo, de un personaje o una novela que se agarra a tu memoria. Lo entiendo y, de algo ha de servir mi experiencia en el mundo de la empresa, seguramente no haya otra manera de hacerlo. Ya no hay libros en las vallas publicitarias ni canales de TV que dediquen espacios a insanas horas de la madrugada para que dos tipos con gafas de pasta diserten sobre libros. Así que hay que buscar la difusión donde puede encontrarse.Pero a veces un libro resulta ser muy difícil de defender. Entra en liza el compromiso y la credibilidad de la opinión propia, la satisfacción de que esta se muestre de forma inapelable en un escrito, y la necesidad de que esta sea fundada, porque aquel, sea autor, sea encargado de prensa, sea a veces hasta el propio editor, no vea brecha ni mala intención ni preconcepción, que vea simplemente lo que es: un tipo encantado por haber recibido el regalo de un libro, pero ofuscado, a veces hasta consigo mismo, porque no es capaz de tener una opinión positiva. Bendito problema, diría alguno.
Puedo achacarlo a la falta de tiempo. O al touchpad que se estropea en el momento más inoportuno y me obliga a mendigar en casa por algún ordenador sobreutilizado o a perder la paciencia comprobando mi torpeza con los teclados de móviles y tabletas. Pero el motivo ulterior de no escribir más a menudo siempre será la falta de un tema que me levante literalmente de la abulia. No los hay tantos o no los hay tantos que no sean repetitivos. Para qué hablar de más goles siderales de Neymar o del auténtico tormento en el que se está convirtiendo la situación política, con bandos que se enfrentan y abren sub-bandos que aún se enfrentan más todavía. Catalunya no es el Líbano pero pueden darse situaciones libanesas cuando los radicales se alinean con sus antagonistas para oponerse a los moderados. Y hacen verdad eso de que los extremos se tocan. Casi siempre es una tontería lo que me hace espabilarme y he de ser sincero y reconocer que muchos de esos estímulos provienen de Twitter. Sigue a las cuentas adecuadas, que puede que no sean tantas, y algo sacarás: inspiración, contexto, lo que sea.Y en una de esas me encuentro leyendo un corto debate sobre la necesidad o no de publicar reseñas de malos libros. Uno puede esperar que un libro sea bueno y acabar aceptando que ha sido un desastre. Uno tiene la intuición esa que no falla y que le ha hecho desenterrar tesoros y uno puede ver por ahí (o sea, por aquí) quién y qué cosa dice sobre tal autor o tal libro o tal obra conjunta y entonces se toma la determinación, (que no es la misma que con la música: oir mala música sí es una pérdida de tiempo), se ata uno los machos y va a por esas centenas de páginas pensando, casi deseando, que sea muy malo o sea muy bueno, que no se quede en esa tierra de nadie donde uno ni afilar el hacha puede. Desde que tengo cierta triste y restringida e inútil fama (uy, de qué ha ido que ponga "prestigio"), es decir, desde que poniendo mi nombre en los buscadores salen otras cosas que no sanciones por rebasar la velocidad en la calle "A", me encuentro en situaciones que, aún dejando de resultarme nuevas, no acabo de saber resolver del todo. Suelo conseguir un número relevante de copias de libros para su eventual prescripción. Suelo solicitarlas cuando suscitan mi interés y ello significa que creo que el libro puede gustarme. Las editoriales, con sorprendentes excepciones (mi adorada Anagrama, tal como escribí aquí hace unos días) suelen, en su mayoría, hacerme caso. O me envían los libros o me argumentan escasez de copias promocionales, agotamiento de ediciones, o cualquier explicación cuando no pueden enviármelas. El flujo es bastante frecuente. Mi encantadora esposa me reprende constantemente por las condiciones en que tiene que abrir la puerta a los repartidores que suben a casa a entregarlas en mano. Últimamente empiezan a darse casos curiosos: ciertas editoriales suelen enviarme algún libro adicional al que les pido. Me hablan de campañas y me piden que le preste atención a alguna novela o algún autor por el que piensan apostar. A veces ya me los envían sin solicitarlo. Entiendo que así funciona una industria tan curiosa como la editorial, donde unos cuantos tipos se empeñan en ponerle un precio a algo tan poco cuantificable como la íntima satisfacción de una frase, de un párrafo, de un personaje o una novela que se agarra a tu memoria. Lo entiendo y, de algo ha de servir mi experiencia en el mundo de la empresa, seguramente no haya otra manera de hacerlo. Ya no hay libros en las vallas publicitarias ni canales de TV que dediquen espacios a insanas horas de la madrugada para que dos tipos con gafas de pasta diserten sobre libros. Así que hay que buscar la difusión donde puede encontrarse.Pero a veces un libro resulta ser muy difícil de defender. Entra en liza el compromiso y la credibilidad de la opinión propia, la satisfacción de que esta se muestre de forma inapelable en un escrito, y la necesidad de que esta sea fundada, porque aquel, sea autor, sea encargado de prensa, sea a veces hasta el propio editor, no vea brecha ni mala intención ni preconcepción, que vea simplemente lo que es: un tipo encantado por haber recibido el regalo de un libro, pero ofuscado, a veces hasta consigo mismo, porque no es capaz de tener una opinión positiva. Bendito problema, diría alguno.