Sin grandes proyectos, había previsto alguna otra cosa para este fin de semana. Me había planteado leer con calma un experimento de ensayo epistolar a dos bandas que siempre había relegado porque alguna absurda preconcepción me tenía convencido de que porque el mejor Houellebecq sea el de las novelas el otro es como si el de los ensayos no fuera Houellebecq.
Y entonces pasó lo del viernes.
Y ya deja de tener sentido hablar de casualidades porque el que yo lea a Houellebecq o sobre Houellebecq empieza a ser tan frecuente y tan posible que el bretón se ha convertido en una especie de presencia ubicua. Condición que los acontecimientos retroalimentan. Y que, encima, podría acabar convirtiéndole en pasto del gusto mayoritario, cosa que quizás acabara condicionando mis juicios sobre su obra, si Houellebecq se dejara influir por el mal de las alturas fruto de la fama. Cosa que desestimo casi simultáneamente a escribirlo.Porque lo del viernes parece ser, dentro de su proporción y su desproporción, algo que pueda marcar el devenir del planeta de ahora en adelante. Ya he leído lo que de París puede ser el nuevo Sarajevo (no sé cual de las dos "acepciones" me resulta más funesta) y la palabra "guerra" forma constantemente parte del discurso de gente de aspecto muy serio y relevante, gente de esa que ha corrido a hacerse el nudo en sobrias corbatas negro total. Sí que sé que los hechos permitieron constatar una vez más el enorme anquilosamiento en que las redes, sobre todo Twitter, han sumido a los medios de comunicación convencionales. El viernes por la noche uno hubiera esperado cobertura, imágenes aunque fueran puros bucles con el busto de un periodista desorientado improvisando en primer plano, algo precario pero que revelara que la televisión mantiene algún sentido. Y no: siguieron los programas enlatados y la telebasura, algunos en directo pero con individuos que se hacen llamar periodistas y que se comportaban con una mezcla entre el sonrojo profesional, el ande yo caliente y riáse la gente y el máximo desparpajo pensando cómo podía computar el eventual aumento de la audiencia que los hechos le estaban suministrando. Mientras, en Twitter, la cuenta de un tipo con apenas 1300 seguidores mostraba fotos de la calle, hechas desde una ventana. Cadáveres tendidos y luego cadáveres cubiertos por mantas que los propios vecinos tiraban desde los balcones, en un gesto tan triste como valioso.
En el otro lado, analizar los hechos se ha vuelto un ejercicio donde la demagogia es un lugar ineludible. De hecho desde el razonamiento más correcto y bienintencionado y siguiendo los pasos precisos cualquiera puede llegar a cualquier conclusión: desde que lo que debería hacer Occidente es aplicar la fuerza del poderío militar sin el menor miramiento a que no hay que intervenir de ninguna manera ostentosa y dejar que la sabiduría de la madre naturaleza prevalezca. Eso es lo realmente terrorífico, saber que hay argumentos para justificar prácticamente todo por sí solo, pues imaginad si, como es el caso, los teóricos antagonistas nos sirven en bandeja un pretexto para actuar, como se dice, en defensa propia. De manera qué disponemos de un escenario ideal para que cualquier cosa suceda y eso es lo que resulta más excitante, disponer de muchas opciones y que todas estén disponibles el máximo de tiempo. Lo realmente curioso es que todas estas cábalas se producen periódicamente y todos estos superlativos los hemos oído y usado cada vez que se han producido esos periódicos asaltos a la placidez occidental, que es cuando reaccionamos como viejos gruñones que son importunados a la hora de la siesta. Desde luego, leer como Houellebecq se autoproclama con orgullo como totalmente convencido de solo una cosa, que es la irreversibilidad de cualquier proceso de decadencia, no es precisamente un canto a la esperanza.