Así se titula el último poemario de Agustín Fernández Mallo, que se publica en Seix Barral (tecleando, me he equivocado y he escrito: Sexi Barral), precediendo a su poesía completa. Agustín me escribió hace unos días y me preguntó si quería presentarlo en Barcelona, a donde iba a venir de promoción. Le contesté enseguida que sí. Agustín no es solo un excelente poeta —y escritor—, sino, sobre todo, un gran amigo, uno de esos amigos que uno ha hecho al principio de una etapa, de algo importante en la vida —en nuestro caso, de la dedicación a la literatura: nos conocimos cuando él aún no había publicado nada, y yo, apenas dos libros—, y que perduran ya para siempre, cálidos e indestructibles, aunque haya silencios, lejanías, separaciones o accidentes. Además, hacía tiempo que no lo veía, y la presentación nos daría la oportunidad de reunirnos de nuevo. Él vino a Londres hace algunos meses, pero nos cruzamos: en aquellas fechas yo estaba en España, y no fue posible el encuentro. Quedamos, pues, hoy en Nollegiu, la librería en la que se ha organizado el acto, en el Pueblo Nuevo de Barcelona. Hacía siglos también que no venía por aquí. Ni siquiera cuando vivía en Barcelona me pasaba por el barrio. Hoy descubro un lugar popular, como siempre han sido los barrios barceloneses cercanos al mar, pero dinámico y curioso: las fachadas están pintadas y limpias; las calles, ordenadas, recogidas, con flores; el comercio funciona; y, de camino a Nollegiu, veo varias librerías: una infantil y otra de segunda mano, con un tenderete de libros incluso en la acera. Las librerías son en las ciudades como las nutrias en los ríos: un indicador de salud. Si las hay, es que la urbe está culturalmente sana, y el río, oxigenado y limpio. Agustín me espera en el bar de la esquina. Nos abrazamos, comemos olivas y charlamos. Pero el acto empieza enseguida y no podemos entretenernos en la tertulia. Nollegiu es una librería pequeña, cuadrada y pulcra. Tiene un buen fondo de poesía —al librero, periodista y exfuncionario de la Generalitat, como yo, le gusta la poesía, y se nota— y un espacio de lectura delimitado por dos sillones para los invitados, y un sofá y sillas plegables para el público. Entre este vemos enseguida a nuestros comunes amigos Sergio Gaspar y María, su mujer. La asistencia es muy notable: debe de haber una cincuentena de personas, que llenan por completo el recinto. Muchas están de pie. Son, en su mayoría, gente joven, entre la que advierto muchas barbas y ninguna corbata; esta vez ni siquiera yo me la he puesto. Este es uno de los grandes méritos de Agustín: con cualquiera de sus propuestas literarias —novelas, ensayos o poemarios— ha conseguido crear un público, o sintonizar con una sensibilidad actual, que le rinde lectores fieles, gente que sigue su escritura como los pájaros obedecen a las corrientes aéreas. Mi intervención es forzosamente breve: el tiempo está muy pautado. Tanto Anna, la encantadora gestora de Seix Barral que ha coordinado el acto, como el mismo Agustín me han insistido en que mi presentación no debe superar los quince minutos. Agustín añade incluso una maldad: alguien —no me quiere revelar quién— le ha dicho que, si solo dispongo de un cuarto de hora, lo que hago es leer en un cuarto de hora lo que está pensado tres cuartos de hora. Pero no: no bato el récord del mundo de lectura rápida (esa que, en aquella memorable escena de Woody Allen, le lleva a decir que ha despachado Guerra y Paz en una hora: "va de Rusia", aclara), sino que digo lo que tengo que decir en los quince minutos establecidos. Le paso la palabra a Agustín y con eso él tiene bastante: su verbo es más fluido aún que él mío, y no necesita preguntas ni comentarios para situar Ya nadie se llamará como yo en relación con su poesía completa y para exponer los fundamentos y rasgos esenciales de su literatura. Agustín ha sabido crear un proyecto literario coherente y global, y hacerlo cuajar en una propuesta reconocible y un estilo singular. Eso tiene mucho mérito: idear algo, afirmarlo y defenderlo, sin atender a tradiciones, capillas o grupúsculos, con el solo convencimiento de su necesidad estética y de la capacidad de uno para llevarlo adelante, es algo al alcance de muy pocos. Y no tiene por qué ser una invención radical, una creación ex novo; en arte, quizá nada pueda serlo. La propuesta de Agustín —dicho muy resumidamente: que la ciencia y su lenguaje permeen la poesía contemporánea— tiene antecedentes, pero nunca hasta él se había formulado con tanta entereza, deliberación, plenitud y, hay que añadir, éxito. Su obra encabeza la vanguardia actual: la vanguardia entendida como incomodidad con lo presente, con lo conocido; como busca de zonas desconocidas, de conflictos y tensiones nuevos, de hibridación y mestizaje; como ruptura sostenida. Tras las exposiciones teóricas y algunas intervenciones del público, he de empujarlo para que lea algunos poemas. Agustín siempre se ha resistido a la oralidad en literatura; de hecho, también hoy formula un alegato contra la lectura en público, que ya le he oído en otras ocasiones. Pero cede a la demanda popular y recita dos poemas no muy extensos de Ya nadie se llamará como yo. Para alguien que ha hecho de la no lectura en voz alta una suerte de principio estético, alrededor del cual ha construido un sofisticado discurso justificativo, Agustín se descubre como alguien que lee muy bien sus poemas: con vigor y fluidez, con claridad y música. Sorprende, a veces, lo malos lectores que son de su obra algunos buenos poetas: no solo torpes, sino, peor aún, monocordes. Creo que el mismo Agustín se sorprende también de su diligente condición de aedo, y se anima a leer un tercer poema: "Caramba, esto de leer mola", se explica. Quizá la próxima vez que lo oiga recitar ya no echará pestes de la lectura pública de poesía. Todos celebramos su decisión, y luego pasamos a la charla, la firma de ejemplares y el prometido vermú. Agustín firma muchos libros, pero yo mismo estampo también algunos autógrafos: dos personas me han traído sendos ejemplares de Insumisión, El corazón, la nada. Antología poética (1994-2014) y Hojas de hierba, de Walt Whitman. Es una sorpresa y un gusto. Luego nos acercamos al anhelado rincón donde nos esperan las croquetas de atún y el vino blanco, pero descubrimos, no sin sorpresa, que el aperitivo es de pago. En efecto, una croqueta y una copa de vino cuestan dos euros; solo la croqueta, 1,30 euros; y solo la copa de vino, un eurito. El óbolo se deposita en una gorra situada al lado de la fuente. Convenimos en que corren malos tiempos para la lírica, incluso para la que publican las grandes editoriales. Cuando el acto ya ha acabado, un grupo de irreductibles nos vamos a comer a un restaurante cercano. Entre los comensales están Eloy Fernández Porta y Jordi Carrión, viejos amigos también de Agustín. Eloy, excelente escritor y persona, luce una barba mefistofélica y unas gafas muy blancas y muy grandes, que geometrizan un rostro ovoide. Jordi, con quien tuve una agria discusión hace algunos años, me ha saludado y tendido la mano al acabar la lectura. Yo se la he estrechado. Luego me ha preguntado cosas sobre mi vida en Londres y le he respondido. Aunque no he olvidado las cosas feas que hubo entre nosotros, no quiero que la mierda continúe. Si algo malo puede diluirse en un presente más amable, no voy a aferrarme a lo malo. Bienvenida sea la cordialidad. Bienvenido sea el olvido.