Con siete años, mis padres cambiaron de casa. La nueva, fruto de un gran esfuerzo por su parte, habían tardado más de
Ya con algunos años más nos dio por el mundo de las casas en obras. Abandonamos las aceras para meternos en aquellas construcciones a medias, hechas de hormigón y cemento, que pasaban meses detenidas, seguramente por falta de dinero para terminarlas. Eran el mejor escenario para nuestros juegos. Sí recuerdo entonces qué hacíamos. Allí corríamos a escondernos, entre trozos de bloques rotos, algunos hierros oxidados, escaleras semiconstruidas sin barras de protección, ventanas por las que trepábamos de piso. Pienso hoy en algo así y lo veo imposible, peligrosísimo, pero lo cierto es que nunca nos pasó nada, más allá del típico raspón en las rodillas. No recuerdo bien si mis padres sabían dónde nos metíamos, pero tampoco podían estar en el limbo si aquellas estructuras aún no terminadas eran casi nuestra segunda casa, después del colegio.
Me apena hoy ver a tantos niños jugar encerrados entre cuatro paredes; verlos enganchados a una Playstation, una Wii o una PSP, nombres tan poco imaginativos…, nada comparables a nuestros bloques de hormigón, nuestras tablas con punchas, nuestros hierros oxidados. Hoy me apena comprobar que no son capaces de inventarse historias como las que nos montábamos en las obras.
Los tiempos cambian y ya no hay niños en las obras, ni las obras son ya como las de antes.