Ya no me gusta el cine (o “qué sabrá el burro lo que son caramelos”)

Por Siempreenmedio @Siempreblog

El otro día escribía aquí, y les aseguro que no es falsa modestia, que cada vez sé menos cosas. Porque todo se complica a una velocidad endiablada, y por más que uno quiera todo apunta a que cada vez el conocimiento se aleja cien pasos de mi, por más que yo a toda prisa dé cincuenta zancadas. Alguna conversación me supuso ese post, basadas en el desagrado de quienes no consideraban acertado mi planteamiento (y me apuntaron de derrotista, de pesimista y de pepito grillo, como siempre con toda la razón del mundo).

Pero hoy vuelvo a las andadas: he descubierto recientemente, y me ha dolido más que un golpe en los riñones, que ya no me gusta el cine. Y no me gusta, principalmente, porque no entiendo nada de lo que está pasando en la industria cinematográfica mundial. No me emocionan las películas que pago, un pastón, por ver. No siento ninguna atracción por lo que ocurre en la gran pantalla, no me atraen ni los ruidos estridentes, ni las pasarelas de exhibición corporal de los actores y actrices, ni las peleas interminables, ni los desnudos que me proponen las cintas recientes, ni siento ninguna empatía por los problemas y las soluciones del fin del mundo. Y porque creo -basado desde luego en la ignorancia que proclamaba el otro día- que los códigos que se utilizan me han superado y lo que no veo demasiado ridículo me parece demasiado complejo, o presuntuoso, o espeso, o demasiado simple.

Y, caramba, mira que era un aficionado de primera línea, de los que se resistieron a olvidar aquellas salas de cine con solera y rosetón, con un telón antes de la pantalla, del Víctor, del Teatro Victoria, del cine Rex, del Atlante o del Cine de Arriba. Ojo que no le echo la culpa a la tecnología, ni mucho menos, que me gusta a mi escuchar bien claro una buena banda sonora, y me arrebata una pantalla de alta definición. Sino que creo que la evolución del cine se me escapa entre los dedos, y como no la entiendo, pues no me gusta.

Dicho esto, añado: fui a ver Interstellar. Y salí hasta enfadado. Molesto con un rollo patatero, sensiblero y hasta ramplón, con una cinta tremendista y efectista, llena de tópicos, pero eso sí, adornada con bellos parajes siderales (y con la chaqueta más guay que nada de Matthew McConaughey que si lo dejan se la pone arriba del traje espacial). Y luego leo las críticas de la gente que sabe, y dicen la mayoría que es una obra de arte. Y como he tenido que explicar miles de veces a personas que un cuadro de Mondrian no es un mantel, y uno de Pollock no es el trabajo de un niño en una guardería, y hasta que por más que se lo explique no entienden los versos de Pedro García Cabrera, o de Vicente Huidobro -supongo que por surrealistas, porque dicen cosas que en la realidad real no pueden darse, porque no obedecen a una gramática lógica- ( y aún así me miran raro) debe ser, seguramente, que mis ojos como los de esas personas no deben/saben/quieren percibir la belleza de la obra de Christopher Nolan.

O lo que es lo mismo: “qué sabrá el burro lo que son caramelos”.