18 marzo 2014 por matthewfragel
Yo, que siempre fui un niño torpe, todavía recuerdo aquel gol. Era un verano cualquiera y estaba en casa de mis primos, jugando con un balón azul gigante. Ya saben, una de esas pelotas inflables de Nivea que nunca duraban más allá de una o dos temporadas. Ya estaba cayendo el sol, porque me vienen a la memoria los rayos anaranjados del atardecer sobre la cara del portero. Así que no me quedaba mucho margen para hacer algo grande.
El caso es que recibí un pase desde la izquierda, lo bajé con la cabeza, lo cambié de lado con el muslo opuesto y fulminé al portero con la zurda.
Un golazo. El mejor que he marcado hasta hoy.
Aquel fue el último día de las vacaciones. A la tarde siguiente, tan pronto como acabé de ayudar con la mudanza salí disparado escaleras abajo, en busca de mi pandilla de invierno. Iba inflado como un pavo, pero con motivo:
- Yas, si vieras el gol que marqué ayer. Estaba jugando en la terraza de mi primo cuando me dieron un pase por la izquierda. Lo bajé con cabeza, luego me lo cambié de pierna con el muslo y lo metí por la escuadra [esto último era una licencia poética: jugábamos contra una pared en la que por supuesto no había ninguna portería pintada].
- ¡Buah! -y el comentario siguiente se me clavó en el alma- ¿Y eso es lo mejor que te ha pasado en todo el verano?
Mira, llevo treinta años guardándome esto dentro, así que ahora me vas a leer. Si hoy ya no somos amigos no es porque haya pasado mucho tiempo. Tampoco porque ya no seamos vecinos. O porque los dos nos enamorásemos a la vez de la misma profesora. Si hoy ya no somos amigos, óyeme bien, es por tu maldita sinceridad.