Ni siquiera la musa de la tragedia, Melpómene, a la que pudimos ver agazapada en uno de los palcos, pudo reprimir las sonrisas y risas (creo que llegue a oír hasta una carcajada) provocadas durante la representación de ¡Ya van 30! La cotidianeidad -exagerada, pero perfectamente creíble- llevada al escenario; el rápido reconocimiento que cada espectador podía hacer de un trocito de su propia existencia; la agilidad de la narración, que sin forzarla se acomoda a la cadencia de la realidad; la multiplicación del escenario con recursos más propios del cine, pero que encajan perfectamente en este plató (permítaseme el uso del paralelismo); la introducción de guiños a la actualidad mediante la inserción de elementos televisivos para todos conocidos y hasta la pérdida del hilo cronológico de la historia, contribuyen a que ¡Ya van 30! sea un irónico y divertido espejo del día a día.
Francisco Valcarce está impecable. No parece escenificar su papel, parece vivirlo. E incluso cuando el texto se le lía en la memoria, sale adelante con una naturalidad, probablemente ésta sea su mayor virtud, digna del aplauso. La estructura de la obra -con esa primera persona controladora del ritmo de la comedia que logra conectar con el espectador en cuanto abre la boca-, le ofrece la oportunidad de transformarse y asumir como suyo al Guille treintañero, deseoso de continuar con su vida normal a pesar de que a su alrededor todo parezca entrar en crisis, la que a él se le presupone pero que, en realidad, sufre el resto de su mundo. Mi más sincera enhorabuena a Melpómene Teatro.
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