Yevgueni Oneguin en Les Arts

Publicado el 23 enero 2011 por Titus


Ayer tuvo lugar el estreno de la ópera Yevgueni Oneguin de Piotr Chaikovski en el Palau de les Arts. Debido al poco tiempo del que dispongo últimamente no había podido preocuparme en averiguar nada sobre los intérpretes, todos ellos nuevos para mí, incluyendo al nuevo director titular de la orquesta de Les Arts, Omer Meir Wellber y excluyendo al tenor Dmitri Korchak, a quien ya conocía y de quien esperaba un buen rendimiento.

Empecemos por la labor de Omer Meir Wellber al frente de la orquesta. Tras haber obtenido un éxito considerable con Aida, algo que no pude constatar pues la única función a la que asistí estuvo dirigida por Lorin Maazel, Wellber se enfrentaba a una de las obras cumbres del repertorio ruso que, según dicen, es una de sus especialidades. Lo primero que constaté, corroborando lo que muchos comentaron después de su Aida, es que su gestualización es excesiva. Supongo que debido a ello la orquesta responde pasándose de rosca y perdiendo así la capacidad de matizar adecuadamente. Aún así, hay que reconocer que su dirección nunca cayó en la desidia y que el sonido de la orquesta fue tan bello como acostumbra a ser, con esas cuerdas elásticas y esos metales tan precisos. También el coro estuvo tan bien como acostumbra. En lo negativo, algunas veces a Wellber se le descuadraron las voces y la orquesta ligeramente y, sobre todo, la gran polonesa del tercer acto acabó convertida en un batiburrillo informe en la que cada sección de la orquesta parecía ir por libre. Creo que estos detalles negativos pueden ir puliéndose en las próximas funciones y que Wellber, un director prometedor, puede evolucionar a mejor a medida que vaya dominando su gestualidad y que la orquesta se vaya acostumbrando a sus peculiaridades.

En las voces, dominadas por una corrección que no va más allá de lo mínimamente admisible, destacaron los papeles masculinos por encima de los femeninos. Artur Rucinski interpretó el papel principal con un exceso de frialdad en lo actoral y un canto tirando a lo monocorde, sin embargo su voz es de calidad, bella y potente, y eso le permitió salir bien parado. Mucho mejor estuvo Dmitri Korchak como Lenski, superando mis expectativas, con un Kuda, kuda cargado de expresividad y cantado con gran elegancia, haciendo gala de una rica paleta de matices. También gustó mucho al público el Príncipe Gremin de Günther Groissböck, un bajo con una hermosa voz y unos buenos graves. El único cantante masculino que me pareció estar por debajo de lo correcto fue Emilio Sánchez, con un deficiente Triquet al que, desde luego, no ayudaba nada la excesiva ridiculización a la que le somete la puesta en escena.

En las mujeres, correctas sin más Lena Belkina como Olga, Margarita Nekrasova como Filíppievna, Helene Schneiderman como Lárina y, desgraciadamente, también Irina Mataeva como Tatiana. En los casos de las tres primeras, la brevedad de sus papeles hace que la simple corrección sea suficiente, pero el papel de Tatiana pide algo más que simplemente dar las notas y ese algo más fue lo que faltó ayer. No hizo nada mal, desde luego, no desafinó ni fue tapada por la orquesta, no se inventó notas ni evitó los momentos más comprometidos, pero su canto no me transmitió todo lo que yo espero que me transmita una Tatiana.

Y por último, la puesta en escena a cargo de Mariusz Trelinski, procedente del Teatr Wielki (Opera Narodowa) de Varsovia. En el primer acto quedó claro que su intención era la misma que en su Madama Butterfly de la pasada temporada: que la escena reflejase no tanto lugares sino estados de ánimo o sentimientos pertenecientes a la psicología de los personajes, y esto se consigue mediante repentinos cambios de color en la iluminación, juegos de sombras o la presencia de elementos escénicos recurrentes como los árboles o las manzanas que aparecen en el primer acto y vuelven a aparecer, rodando por el escenario al final de la ópera. Pues bien, lo que en Madama Butterfly funcionó a la perfección, ayer se me atragantó por diversas razones. La primera, el recurso a un personaje interpretado por un mimo que hace la función de alter ego de Oneguin y cuya presencia acaba resultando cansina e innecesaria, pues no hace sino recalcar obviedades que ya quedan bien definidas por la música de Chaikovski. Si a eso le añadimos que Trelinski, seguramente desconocedor de la cultura española, le hace caminar como a Chiquito de la Calzada, el resultado final es negativo. Otra razón del fiasco es la falta de coherencia de la propuesta, pues a un primer acto minimalista y elegante le sigue una escena de la fiesta en casa de Lárina con un recurso al feísmo (esas lámparas verdes, ese fondo morado) que llega al ridículo cuando aparece Triquet convertido en una especie de Pumuky vestido con una levita rosa y acompañado por tres querubines en tanga y una especie de bulbo gigante rosa del que sale una bailarina. Desde luego que la escena de Triquet es una horterada, pero si Chaikovski fue capaz de plasmar lo hortera del personaje sin caer en el ridículo, ¿no sería más certado intentar hacer lo mismo? Tras esto, regresó el minimalismo en una elegante y sobria escena del duelo para depués volver a caer en lo feo y en lo exagerado en el tercer acto. La fiesta en casa del Príncipe Gremin se abre con una especie de desfile de muertos vivientes al ritmo de la polonesa, que no parece lo más indicado y desde luego no lo es. La ambientación también se las trae: suelo ajedrezado plagado de luces rojas, una gran flecha desdendente de color rojo al fondo del escenario y Tatiana convertida en una especie de femme fatale que no le pega ni al personaje ni a la pobre Irina Mataeva, que hizo lo que pudo. Y por último, algo que tampoco me gustó fue la colocación de una pasarela por delante del foso orquestal en la que tienen lugar algunas de las escenas de más tensión, como la discusión entre Lenski y Oneguin o el dúo final. Y es que más allá de lo estético que pueda resultar acercar a los intérpretes al público, los cantantes necesitan una caja escénica para que su voz se proyecte de forma adecuada por la sala y cada vez es más frecuente que los directores de escena no tengan esto en cuenta, haciéndolos cantar desde posiciones que no les favorecen.