Yo confieso que durante toda mi adolescencia y parte de mi entrada en la edad adulta pensé que lo más importante en mi vida era mi trabajo, una carrera profesional irrenunciable que, incluso, se debería situar por encima de una hipotética relación de pareja que quedara en entredicho... Por ejemplo, no renunciaría a mi carrera profesional porque mi compañero fuera trasladado a otro lugar.
Yo confieso que siempre pensé que era una de esas mujeres a las que la casa "se les caía encima" y que no servía para ser "ama de casa".
Yo confieso que siempre creí firmemente que cuidar de los hijos era ser "ama de casa".
Yo confieso que siempre amé a los niños de los demás. Siempre. Desde que tenía menos de diez años adoraba estar con bebés. Y, sin embargo, también era de las que decía que mis hijos no me iban a tomar el pelo y que yo iba a ser una madre nazi.
Yo confieso que veía a Supernanny con fervor y que incluso hice un coleccionable del susodicho programa de televisión de un famoso diario nacional.
Yo confieso que, incluso, no entendía demasiado bien que los padres recientes renunciaran a salir alguna noche o a tener tiempo para ellos para quedarse con sus hijos... al fin y al cabo, para eso estaban los abuelos.
Yo confieso que no entendía a las "madres coraje", apelativo con el que hacía mofa de las madres que hacían sacrificios o cambiaban su modo de vida buscando el bienestar de sus hijo
Yo confieso que miraba con cierto disgusto a las mujeres que amamantaban a sus hijos más allá de un año, a niños que ya andaban y que se subían al regazo de sus madres para tirarles del jersey y sacar la teta.
Yo confieso que no entendía que se usara la teta como consuelo, cuando se supone que solo debería ser alimento.
Yo confieso que era una de esas personas que repetía firmemente que los niños tenían que ir a la guardería "para socializar" y que tienen que ser independientes.
Yo confieso que me había tragado completamente el argumento de que los niños tienen que aprender a dormir.
Yo confieso que, incluso con mi primer embarazo, era de las que pensaba que daría el pecho "si podía" y si me tocaba en suerte ser de las que "no podía" pues tampoco iba a pasar nada.
Y llegó mi maternidad. Y resultó que todo lo que había creído hasta entonces no servía. Me di cuenta de que una cosa era querer y cuidar a los hijos de tus amigos, a tus sobrinos, y otra cosa muy diferente era que un pequeño ser llorón, babeante y adorable volviera tu mundo patas arriba, cambiando completamente tu escala de valores y los esquemas de creencias culturales que habías aplicado hasta ese momento.
Y ahora me doy cuenta de que yo fui afortunada. Porque aprendí de la mano del mejor maestro y repetí la asignatura maternal con mi pequeña gurú no por haber suspendido sino para "subir nota". Porque mi proceso de aprendizaje estuvo siempre apoyado, acompañado e, incluso, incitado por mi marido.
Fui afortunada porque no necesité pedir excedencias u horas de lactancia, lo que me permitió regalarme a mi misma días llenos de juegos, sonrisas, cuentos y siestas con mi pequeño.
Me tocó la lotería. La lotería de la oxitocina, de mi cabezonería propia que me hizo tener éxito en una lactancia en unas circunstancias (tomas interminables, a todas horas, síndrome de la cuna con pinchos, etc.) que hacen flaquear el empeño de algunas otras mujeres a la hora de alimentar a sus hijos.
Fui suficientemente atrevida como para darme cuenta de que si había disfrutado meciendo y acunando a los hijos de los demás, no iba a dejar que nadie cronometrara el tiempo que tenía a mi hijo en brazos o contara la cantidad máxima de besos permitida por día. Fui consciente de que el llanto de un bebé es el ruido más desasosegante del mundo y que no iba a dejar que mi hijo llorara porque, en ningún caso, lo hacía por manipularme.
Y, aún así, confieso que la demanda de mi pequeño me dejaba descolocada en más de una ocasión. Deseosa de que llegara mi "compañero de lucha libre" a chocar la mano para poder ducharme, pasearme o tan solo pensar el cepillarme los dientes o hacer algo por mí misma.
Y ¿a qué viene todo esto? Creo que es importante hacer retrospectiva, me hace sentirme afortunada. Pero es que precisamente me viene todo esto a la cabeza ahora que no hago más que leer a gente poniendo a caer de un burro a Soraya Sáez de Santamaría por incorporarse al mundo laboral tan solo diez días después de haber dado a luz.
Argumentan que no se han tenido en cuenta los derechos del niño (a la lactancia, al vínculo y apego con su madre, etc.), hay quien dice que es un ejemplo nefasto que echa por tierra las reclamaciones de las que deseamos poder tener más tiempo para dedicarnos al cuidado de nuestros hijos, hay quien dice que no es más que un modo de "sumisión" de esta mujer a los dictado machistas de una política de partido dirigida por hombres, hay quien dice que le falta información, que lo último en la escala de valores ha sido el bienestar de su hijo...
Y yo me pregunto, ¿dónde queda el respeto por las decisiones ajenas? ¿En qué punto nos hemos convertido tan en adalides de las maternidades ajenas que nos hemos vuelto ciegas a la legitimidad del deseo de algunas mujeres de ser madres sin renunciar por ello a otras metas vitales? ¿No estamos obviando el respeto, el vive y deja vivir, que muchas veces reclamamos para nosotras mismas?
No es que esta señora me caiga especialmente bien, pero soy capaz de ponerme en su piel y pensar que quizás hará ya un par de años que se planteó que estaría bien ser madre antes de las siguientes elecciones por si los electores (o la ley electoral) llevaban a su partido al poder y debía asumir un puesto de responsabilidad. Me la imagino pensando que quería dedicar un tiempo a su hijo y la imagino frustrada mes tras mes cada vez que la bajaba el periodo. Puedo llegar a adivinar su alegría al obtener el deseado positivo y su inquietud por la fecha probable del parto, tan próxima al un periodo tan importante para su carrera.
Y me parece legítimo su deseo de ser madre sin renunciar a su carrera profesional. Porque quizá su elección era estar cuatro u ocho años en posiciones de responsabilidad y enfrentarse al a maternidad en pleno huracán político, desbordada y con más años de la cuenta.
Por otro lado, está claro que ese bebé iba a sufrir un cierto abandono si su madre no bajaba el perfil político de su labor, por lo cual no me parece mal que su figura primaria de vínculo sea una persona diferente a su madre. Ya sea su padre, una tía, una abuela o la persona que se vaya a encargar de su cuidado durante los primeros años de vida. Es duro quedarte sin tu madre a los diez días, pero lo es algo menos si cuentas con una figura esperemos que amorosa, centrada en tu cuidado y que va a ser una referencia durante los próximos meses.
En cuanto al tema de la lactancia, yo soy de las que creen que los bebés tienen derecho a ser nutridos con el mejor alimento posible, la lecha materna, pero también creo que la madre tiene derecho a hacer una elección en el marco de su sistema de valores y de creencias. Como he leído a Carlos González en alguna ocasión, la teta no se da porque sea mejor, más sana o para que los niños nos salgan más listos, la teta se debería dar porque se disfruta... Y si una madre no disfruta de su lactancia, cada toma es un suplicio en el que se martiriza pensando dónde podría estar si no fuera por la teta, se culpabiliza a sí misma y a su bebé, ¿de verdad creemos que va a ser una lactancia saludable y beneficiosa? ¿Para la madre y para el bebé?
En fin, que entiendo los argumentos, comparto algunos y otros no. Pero creo que estamos equivocando la lucha. Yo creo que las demandas tienen que ser hacia el respeto, teniendo en cuenta las necesidades de los hijos, pero también las de las madres. Garantizando que todas tengamos derecho a elegir, tanto la que desea incorporarse a los 10 días de dar a luz como la que desea hacerlo a los 365 días o a los 700.
En el fondo, el sentimiento que más se despierta cada vez que oigo hablar de Iván y de Soraya es una mezcla de pena y regocijo. Pena porque creo que la venda antimaternal que la sociedad actual nos pone en los ojos es algo que tenemos que quitarnos por nosotros mismos. Cualquier cosa que no sea eso, cualquier decisión orientada a fomentar un comportamiento más afectivo y maternal en quien no lo quiere y no lo acepta como propio, no es más que una forma más disfrazada de paternalismo. De regocijo porque no puedo dejar de pensar que este giro tan radical en mi vida, en mis ideas es fruto, a partes iguales, de la casualidad y el convencimiento.
Yo confieso: me siento orgullosa de lo que soy y avergonzada de lo que fui. ¿Me convierte eso en mejor madre que Soraya? Lo único cierto que saco al final de todo esto es que el amor de nuestros hijos es puro e incondicional y se sobrepone a todo lo demás.
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