Yo, penitente

Publicado el 16 abril 2014 por Pepecahiers
Hoy en día las conocidas procesiones de Semana Santa gozan de una gran popularidad, siendo un foco primordial para atraer el turismo. Pero hubo una época en la que las cofradías no gozaban de tan buena salud. A finales de los 70, algunas de ellas habían desaparecido y otras se mantenían como podían, con la buena fe de sus participantes que se negaban a dejar perder la tradición. Supongo que, tras la salida de la grisácea y marmórea dictadura franquista, muchos quisieron sacudirse todo aquello que sonara a represión, liberándose también del corsé asfixiante de los rituales religiosos, los mismos que limitaban las costumbres en época de cuaresma y pascua.
Ya saben los que habitualmente pasan por aquí que no soy precisamente un hombre dotado de fe, sino todo lo contrario, pero por aquellos tiempos, salir en una procesión era algo que se hacía entre amigos y que parecía tener sus atractivos. Muchos de ellos tenían un largo recorrido como nazarenos en tal o cual paso de Semana Santa, así que no fue muy difícil apuntarme a una cofradía para aventurarme en aquel mundo que siempre me había fascinado en la infancia, cuando observaba como un pasmarote a los penitentes de largo cucuruchos. Dicho y hecho, me hice participe de la cofradía de la Santa Cena. Como decía antes, no eran tiempos fáciles para tales rituales, bastaba ver cuando me hicieron entrega de mi indumentaria de penitente, el deterioro de la misma. Descosidos y remiendos por todas partes, tejidos descoloridos y otras deficiencias hacían que terminaran en manos de nuestras respectivas madres que hacían sus arreglillos tratando de devolverles el mejor aspecto posible. Sucedió que el fajín me estaba muy estrecho, a lo que mi progenitora respondió con el oportuno arreglo, que en una prueba posterior parecía ya acorde con el volumen de mi cintura. Después se convertiría en una penitencia de lo más inoportuna. Y es que, una vez en plena procesión, comprobé horrorizado que aquel fajín me estaba muy ancho y cada dos por tres se me bajaba, acabando en no pocas ocasiones en los pies.
Entre los espectadores que acuden regularmente a contemplar los pasos religiosos, existe una especie conocida como "el gamberro de las procesiones", cuya máxima ironía era gritar aquello de "¡Tan lavaó el capirote con Ariel, questá decolorio!". A mí me tocó en suerte un grupo de éstos, que me acompañó un buen rato atormentándome con la dichosa fajita. Más de una vez pensé en afilar el porta velas y lanzarlo cual jabalina para convertirlos en pinchos morunos. Tienen que darse cuenta que una procesión puede durar unas cinco horas, para percatarse de la noche que me quedaba por delante. Me quemé la palma de la mano, cuando una dosis considerable de cera derretida atravesó mis guantes blancos, así que la noche se prometía larga. Cuando aquello terminó, arrojé mi indumentaria al baúl donde permanecería un año esperando a nuevo penitente, que espero tuviera mejor suerte. Una vez te deshaces del capirote, tus manos acuden raudas y veloces a rascarte la cabeza como si de una liberación inusitada te inundara. Con los pies molidos te arrojas a tu cama y, como una penitencia más añadida, sueñas que aún sigues en la procesión, que parece que jamás acabará. Ahora ya no tengo paciencia ni para verlas, me desespera la cadencia del ritual, pero independientemente de querer o no querer comulgar con tales traiciones, lo cierto es que es un espectáculo para muchos, para otros una muestra de fe y, sin ninguna duda,  una fuente de ingresos para estos tiempos tristemente recortados.