Ya he comentado en algún otro artículo (Seat 600, 23-F) algunos detalles de la mili que me tocó vivir hace treinta años.Pero como estos días se celebra el décimo aniversario de su desaparición legal, ha llegado el momento de un relato más completo (¡¡¡Tararííííí, la Mili!!!).
De recluta en el CIR nº 9, en San Clemente
Sasebas (Gerona)
(Estudio Fotográfico Cañavate)
Cuando me tocaba ir al Servicio Militar (popularmente siempre se lo conoció como la Mili) yo estaba estudiando la carrera de Ingeniería Industrial en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Barcelona. Lógicamente, pedí alguna prórroga (un retraso en la incorporación a filas, alegando que no me convenía interrumpir la carrera). De todas formas estaba al quite del resultado de los diferentes sorteos, para intentar aprovechar la mejor ocasión.Los sorteos consistían en la distribución por la suerte de todos los quintos de reemplazo (los mozos que debían incorporarse a filas ese año), por todas las Regiones Militares de España. Como resultado del sorteo sólo se sabía el Campamento al que había que ir a servir los primeros meses de la mili. Pero el destino posterior para la mayor parte del servicio sólo se conocía después de la Jura de Bandera, que representaba el final de la breve etapa en el Campamento. Sólo una cosa era cierta: que el destino final iba a estar en la misma Región Militar que el Campamento. Si te tocaba Cádiz (Camposoto), el destino podía ser Ceuta, por ejemplo, que era uno de los cocos. Así le tocó, por ejemplo, a mi hermano unos años antes.En Junio de 1979 aprobé la última asignatura, y empecé a realizar el Proyecto de Final de Carrera, en la Cátedra de Métodos Informáticos de la misma Escuela. Mi idea era terminarlo, presentarlo, e incorporarme a filas con el reemplazo de 1980. Pero en el sorteo de 1979 (para el que tenía una prórroga válida) me tocó Gerona (CIR nº 9 en San Clemente Sasebas o Sant Climent Sescebes), lo que significaba que podría realizar toda la mili en la misma región en que yo vivía. Decidí renunciar a la prórroga, dejar el Proyecto a medio hacer (con idea de terminarlo y presentarlo a la vuelta) e incorporarme a filas en Octubre de 1979.Previamente, había renunciado a las Milicias Universitarias, que eran una forma mejor de compatibilizar la mili con los estudios, ya que se realizaba en varios tramos. Daba la oportunidad de realizar las prácticas como oficial (alférez) o suboficial (sargento), una vez superada la fase inicial de aprendizaje y el período de Academia. Pero para ingresar había que realizar unas pruebas físicas que siempre me aterrorizaron (mis capacidades físico-deportivas nunca fueron para tirar cohetes) por lo que opté por ir a la llamada mili normal.Me incorporé, pues, al CIR nº 9 (Campamento de Instrucción de Reclutas) de Gerona, a la Octava Compañía (me suena remotamente el soniquete de la canción de la misma, Porque en la Octava reina siempre la alegría...). Pasaron los dos meses de instrucción sin demasiada pena ni demasiada gloria. Con gimnasia, instrucción militar, prácticas de tiro,... Al final llegó la Jura de Bandera (con la asistencia de todas las familias) y luego la fijación de destino.
La Octava (Compañía) del CIR nº 9, posiblemente en
Noviembre de 1979. Yo estoy a media altura, a la derecha,
con la cara en sombra
(Estudio Fotográfico Cañavate)
Volví a tener suerte. Me podía haber tocado ir a tropas de montaña, o de artillería a lomo, que hubieran resultado, con seguridad, pruebas bastante más serias que las que me tocó afrontar en el Regimiento de Artillería Antiaérea Nº 72. Su acuartelamiento principal estaba en la misma Barcelona (en Torras y Bages, un cuartel grande que ya no existe) y tenía otros destacamentos más pequeños, incluso alguno, me parece, por Zaragoza.La primera noche la pasamos todos en el cuartel de Torras y Bages, donde nos tocó sufrir las novatadas de los veteranos, Jurar la Bomba, y cosas así. Prefiero no entrar en detalles aquí, pero sí destacar que fueron las únicas novatadas (las de esa noche) que sufrí en toda la mili. A mí me tocó ir a un pequeño cuartel del Regimiento en Gavá (a unos veinte o veinticinco kilómetros de Barcelona, muy cerca de Castelldefels y del mar), llamado Can Torelló (que tampoco existe ya). Allí había tres Baterías (el equivalente a la Compañía, pero de Artillería), la Primera, la Segunda y la Plana Mayor, y al mando del cuartel había un Teniente Coronel. La Segunda Batería fue la mía para el resto de la mili.El cuartel, que formaba parte de la llamada DOT (Defensa Operativa del Territorio) era pequeño y lo más alejado que se pueda imaginar del ardor guerrero. De hecho, aterrizaron durante mi estancia algunos oficiales y algunos sargentos que buscaban emociones fuertes, y que tuvieron que pedir pronto el traslado a otros destinos más arriesgados. Por otra parte había algún brigada, algún subteniente, e incluso algún teniente, que estaban aconejados en ese cuartel alejado de cualquier peligro, para esperar su retiro sin muchas inquietudes.En total, no creo que hubiera más de 300 soldados en el cuartel. Pero había siete puestos de guardia durante el día, y otros 3 adicionales por la noche. Como la guardia requería tres turnos, cada día entraban (entre Guardia y Refuerzo) hasta 30 soldados. Por lo que, en la práctica, casi lo único que se hacía en ese cuartel era chupar garita.Como yo tenía estudios, conseguí un destino en la oficina de la Jefatura de Armamento y Material, lo que me rebajaba de todos los servicios durante el día. Por lo tanto, de soldado raso, no pillé una sola Guardia de 24 horas, pero, eso sí, una infinidad de Refuerzos (es decir, Guardias sólo por la noche). El trabajo que había que hacer en esa oficina era muy cercano a la nada. Una vez al mes había que copiar el inventario de armamento del mes anterior (en la época anterior a los ordenadores, esto significaba escribir a máquina el informe, copiándolo del enviado el mes anterior). De vez en cuando, había que tramitar alguna Licencia de Armas, y poco más. Por lo que, técnicamente hablando, se trataba de un escaqueo casi perfecto. Los destinados allí nos hicimos con un transistor y una batería gigante que duró toda la mili, por lo que la estancia en la oficina era más bien tranquila y apacible.Como chupar garita nunca fue santo de mi devoción (y mucho menos en algunas noches muy frías, en que por encima de todo el vestuario nos echábamos por encima dos mantas-poncho -es decir, mantas con un agujero para poder pasar la cabeza- y seguíamos tiritando) aproveché la ocasión de apuntarme al curso de Cabo y luego al de Cabo Primero, graduación con la que me licencié un poco más de un año después de haberme incorporado a filas.Como yo vivía en Barcelona y tenía mi familia allí, se me concedió un pase pernocta, que me permitía ir a dormir a casa siempre que no tuviera servicio. En la práctica, significaba que tres o cuatro días por semana me podía ir a casa a media tarde, y volver al cuartel a la mañana siguiente.Yo por entonces manejaba un Seat 600 amarillo, con el que habíamos aprendido a conducir los tres hermanos, pero que ya era para mi uso exclusivo, pues tanto mi hermana como mi hermano ya disponían de otro vehículo para su uso. Para la pernocta, me prestó un servicio impagable. Recuerdo que, muchos días, venían conmigo en el 600 algunos compañeros en mi misma situación. Me acuerdo especialmente de Antonio, un chaval de Montcada y Reixach con el que nunca hubiera establecido relación si no fuera por nuestro común destino durante esos meses.También había dos hermanos gemelos que vivían en el pueblo de Gavá (a un par de kilómetros del Cuartel) y que habían ido voluntarios, por lo que eran unos años más jóvenes que yo. Alguna tarde estuvimos en su casa, y allí aprendí los rudimentos de piano que conozco (casi nada) que me permiten tocar las primeras notas de El Golpe y poca cosa más.Los días, las semanas y los meses transcurrían prácticamente sin ningún sobresalto en Can Torelló. Estando destinado en la oficina, incluso me zafé de ir de maniobras a San Gregorio (Zaragoza).Lo más triste que me tocó vivir fue la muerte de un compañero, víctima de un accidente con armas de fuego. Sus padres vivían en el Burgo de Osma (Soria), y vinieron a Barcelona para hacerse cargo del cuerpo de su hijo. El Capitán Seoane (que era el de mi Batería, un hombre ilustrado y noble) me pidió el favor de que hiciera de chófer acompañante de los padres durante su estancia. Pero no había coche para hacerlo, por lo que pedí prestado el coche a mi padre (a la sazón un Seat 131 Supermirafiori), porque no era cosa de llevarles arriba y abajo en el 600. Recuerdo que les llevé a una zona privada del Aeropuerto de El Prat, donde un transporte militar les devolvió el cadáver a casa.Por la noche, junto a la enfermería de Can Torelló, algo apartada del resto de edificios, se concentraban los amantes del porro para echar unas caladitas, liderados por un chaval vizcaíno que se pasó la mili entera rebajado de botas, es decir, liberado de llevar botas (siempre andaba en zapatillas) y, por tanto, liberado de todo servicio. A mí nunca me gustó el tema (soy fumador de tabaco, eso sí), pero lo que sí hubo fue alguna borrachera, claro.Lo peor era cuando te tocaba Refuerzo un domingo. Porque tenías que pasarte el día en el cuartel, pero sin nada que hacer hasta la noche, en que te tocaba chupar garita. Esas horas interminables se lidiaban, muy habitualmente, jugando partidas en la maquinita de flipper (los petacos) que había en la cantina. Nos jugábamos una Voll Damm a que hacíamos más puntos que el contrario. Con tantas horas sin nada que hacer, un domingo llegué por la noche al Cuerpo de Guardia con mis buenas siete u ocho Voll Damm en el cuerpo (de toda una tarde de inactividad). Recuerdo que me senté, y todo empezó a dar vueltas, hasta que el estómago avisó de que ya estaba bien. Fui al baño, eché toda la pota del mundo, y me quedé niquelado y como nuevo para afrontar la noche de garitas.Recuerdo también que cuando mi promoción éramos los más veteranos del cuartel (los abuelos) se incorporaron los últimos reclutas nuevos que íbamos a ver (los bultos). Había una cierta tradición en que los abuelos sometieran a los nuevos a algunas novatadas más o menos enojosas. Pero nosotros decidimos que a nuestros bultos no les íbamos a putear. En lugar de eso, encargamos toneladas de calimocho en la cantina, para invitarles. El resultado fue que no fuimos los abuelos quienes les sometimos a novatadas, sino nuestros hijos, es decir, el reemplazo siguiente; mientras tanto, los abuelos rematamos el calimocho y terminamos abrazados por el patio cantando Asturias, Patria Querida.
Había un brigada (borrachín, él) que llevaba una sección de Aeromodelismo. Los avioncitos se utilizaban en las maniobras como blancos para los disparos de los cañones antiaéreos (unos Bofors de la Guerra de Corea, que se manejaban enteramente a mano). Creo que ninguno de los avioncitos cayó nunca bajo los disparos de los cañones, pero todos sucumbían a los aterrizajes abruptos provocados por la inexperiencia de los soldados o el estado turbio del brigada. Y también había un teniente diabético, que se desayunaba todas las mañanas una (o varias) dosis de Ginebra prácticamente en ayunas, viendo la instrucción de los soldados. Y también un sargento primero (ya veterano, el hombre) que siempre decía Los hombres se dividen en dos categorías: aquellos a los que las mujeres se rifan y los que nos matamos a pajas. Y también un cabo primero reenganchado, el Barbas, que tenía un apodo más guerrero que no consigo recordar, pero que era mala gente el tipo.Y también estaba destinado allí el Comandante Reinlein, castigado por su proximidad a la UMD (Unión Militar Democrática), una organización militar clandestina y prohibida. Creo que su hermano fue uno de los dirigentes de la UMD.
En fin, un poco La Colmena de Cela, a escala.En la última época, siendo ya cabo primero, me tocaron algunos servicios de Suboficial de Guardia (asimilado, a los efectos, a Sargento, por la escasez de personal). Y también algún Suboficial de Semana, lo que consistía en hacer de papá, mamá y maestro de todos los soldados de la Batería durante una semana entera. El segundo que me tocó coincidió con la visita al cuartel de un general. Esto creó tal zafarrancho que tenía que quitarme las botas y los calcetines (cuando podía) como quien saca el papel de las madalenas, con cirugía. Hubo que pintar todos los barracones, cambiar literas por otras más presentables, limpiar los fusiles una y otra vez. Al final, el general vino y se fue sin pena ni gloria.
En el comedor del cuartel de Can Torelló (Gavá)
Yo soy el cuarto por la izquierda
(Autor olvidado)
De los servicios de suboficial de Guardia recuerdo tres anécdotas. La primera, la sensación absolutamente enfermiza de poder que daba pasearse durante veinticuatro horas seguidas con una pistola al cinto, chocando a cada paso contra el muslo. La segunda, una noche infernal en que el oficial de guardia era un sargento de Milicias, y del Opus. Se pasó la noche intentando hacer proselitismo conmigo, pero a mí nunca me ha tentado esa cuerda. La tercera ya la he contado en algún otro artículo, cuando se le disparó accidentalmente a un soldado un tiro de pistola dentro del cuarto del oficial de guardia, estando yo anotando los datos en el Libro de Registro. Y eso, la víspera de licenciarme. Afortunadamente, estaba ese día de Capitán de Cuartel el teniente de la Ginebra, y pasamos de puntillas por el incidente, echándole discretamente tierra encima. Al día siguiente entregué la ropa y los enseres militares, y me fui a casa en el 600, para no volver jamás.La pregunta estos días es qué nos aportó la mili, y si resultaba útil para algo al menos para algunos. Para mí no fue una mala época, pero tampoco fue buena. Un paréntesis en la vida normal. La posibilidad de vivir algunas situaciones que me resultaban nuevas, la oportunidad de conocer personas con las que nunca me hubiera cruzado en la vida corriente, y algunas anécdotas, la mayoría de las cuales ya os he contado. Me quedó algún amigo los primeros años después de licenciarme, pero luego desaparecieron en la niebla de vidas diferentes y caminos divergentes.
Para cuando yo fui a la mili, ya había viajado un poco (París, Londres, Escocia,...). Pero para otros chavales, procedentes de zonas rurales o remotas, la mili era la primera (a veces, hasta la única) oportunidad de salir de casa y conocer otros horizontes, otros paisajes, otras gentes.
Pero para mí la mayor aportación que tenía la mili era ayudar a que todo el mundo fuera capaz de desdramatizarse a sí mismo. Convertido en un número al final de la fila, no había otro remedio que quitarse la tontería de encima para evitar la locura. Y también enseñaba a obedecer a la jerarquía, por el simple hecho de serlo. La mili era un lugar donde mandaban los galones; y por encima de los galones, las estrellas de seis puntas; y por encima las de ocho. Que las órdenes fueran o no razonables, era algo que ni se planteaba.
Creo que la mili ayudaba a algunos a integrarse luego en una vida civil marcada por criterios relativamente parecidos a los que imperaban en el cuartel. Y, sobre todo, ayudaban a entender que no somos sino un pequeño engranaje sustituible de una maquinaria enorme. Carpe Diem.
Y se desarrollaba una camaradería mayor y más intensa (pero mucho menos duradera) que la del colegio o de la Universidad. Dado que el Servicio Militar era un período excepcional en la vida de cualquier chaval, que interrumpía sus actividades habituales, al terminarla cada cual volvía a lo suyo, y era complicado mantener la relación. Pero, a la vez, la mili era terriblemente igualitaria (democrática, dicen algunos), porque allí iban todos (salvo los exentos por causas médicas o por excedente de cupo). Y eso te daba la oportunidad de tratar con personas con las que jamás te hubieras cruzado en la vida civil.
En realidad, la mili era el Gran Hermano de la época. Sin cámaras, con un solo sexo confesado, pero allí también todo se intensificaba por la convivencia 24 horas todos los días. Y hoy, treinta años después, he podido escribir este artículo, recordando lo que fue y lo que viví durante la Mili que estos días cumple diez años de su desaparición.JMBA