Encontrarse en medio del mar, en una balsa salvavidas, acompañado de un tigre, una hiena, una gorila y una cebra es un muy buen argumento para un libro y para una película, un éxito casi garantizado. Al principio no lo fue para el canadiense Yann Martel, que vio cómo su novela, La vida de Pi, era rechazada por varias editoriales, hasta que, por fin alcanzó la fama, la traducción a numerosos idiomas y, por último, la gloria de ser adaptada al cine, con la dirección de Ang Lee, flamante y reciente premio Oscar al Mejor Director por este largometraje. En mi opinión, el libro (o su traducción) no está demasiado bien escrito pero tiene un momento, obviado por el guión cinematográfico, memorable y es cuando el joven Pi tiene la desgracia de coincidir, por casualidad, nada más y nada menos que con sus maestros de la religión cristiana, musulmana e hindú, a la vez. La escena que se monta al enterarse los líderes espirituales que su adorado pupilo seguía nada más y nada menos que tres religiones a la vez (y dos de ellas monoteístas) es hilarante. En las respuestas que el niño ofrece en su defensa nos encontramos con algunas preguntas sin explicación convincente. ¿Por qué un ser humano no puede seguir varios cultos al mismo tiempo si ello contribuye a su felicidad y su mejor relación con el mundo que le rodea? Yo, en esto, me siento Pi y no porque siga ningún culto religioso de manera especial, sino porque siempre me interesó la historia de las religiones y me gustan aspectos de unas y otras, sobre todo aquellos que se alejan del fanatismo y se acercan a la justicia social. Porque, tal como dice Pi, son más las semejanzas que las diferencias, ya que
…los hindúes, por su capacidad de amar, son cristianos sin pelo, igual que los musulmanes, por su forma de ver a Dios en todo, son hindúes con barba, y los cristianos, por su devoción a Dios, son musulmanes con sombrero.
Cartel de la versión cinematográfica La Vida de Pi.