Yo también
Es medianoche en un pequeño pueblo de la costa gallega, al sur de Vigo, cuando una pareja de adolescentes sale a vivir la que será su última noche en ese lugar, su última noche juntos. Al salir el sol, Inés volverá a Salamanca. Luis tomará rumbo a Oviedo después del mediodía. A los dos les gustaría hacer de la noche un momento para recordar eternamente, aún cuando la distancia les separe, aún cuando el recuerdo del otro, lejano ya en el tiempo, comience a desvanecerse en la memoria... ¿Qué hacer? ¿Dónde ir? Cuando la nostalgia se mezcla con la tristeza de un amor que llega a su fin, no queda más que el recuerdo. La playa... la arena envolviendo sus cuerpos con un manto brillante, cálido y frío al tiempo. El puerto... donde el furor del rompeolas contrastabacon la ternura de sus caricias. El mar... la inmensidad azul que humedeció sus ojos, que secó con salitre sus lágrimas. El faro... que iluminó sus corazones con la luz del primer amor.
Unas gotas salpicanlos rostros de Inés y de Luis. Es la primera ola que arremete con cierta fuerza tras casi dos horas. A la mente de Inés viene aquella ocasión en la que se empapó, en ese mismo lugar, por una inmensa ola que llegó a sus espaldas mientras Luis le hacía una fotografía. Sin poder evitarlo, una leve sonrisa ilumina, por unos instantes, su rostro. Inés toma con su mano izquierda la de Luis, y con la derecha, comienza a desabrocharse la blusa, mientras entre sus labios, un murmullo indica que el destino es el agua.
Las pocas gaviotas que están en el acantilado junto al puerto, vuelan bajo, sin tratar de pescar nada, siendo testigos de todo aquello que ocurre en ausencia de los pescadores. Sus tímidos graznidos rompen, de vez en cuando, el silencio de la noche. El mar, la Luna, las gaviotas... la ilusión del primer día vuelve a surgir entre Inés y Luis. No recuerdan la noche que es, no recuerdan quienes son, se sienten aislados por completo del resto de mundo, nada ni nadie existe más allá de ellos. Los cuerpos se acercan, las mentes no piensan, los labios se rozan. La sal se convierte en azúcar entre los dos, dulcificando un torrente de caricias y sentimientos.
Con el amanecer, las frases se hacen a cada instante más difíciles de articular camino de la estación. La voz comienza a fallar y el silencio se convierte en las palabras que son incapaces de articular. Una voz femenina, casi metálica, anuncia la inminente llegada del tren de Inés. Un beso prolongado. Inés cierra los ojos, tratando inútilmente de retener la tímida lágrima que cae lentamente, mejilla abajo, dejando a su paso una sedosa caricia que no alcanza a enjugar el dolor contenido de la inevitable despedida, de un adiós que se antoja eterno. Luis es incapaz de distinguir más allá de las formas, sus ojos están empañados por las lágrimas.
- Te quiero, Inés. - Yo también.