Cada país tiene su propio talento nacional. Y con frecuencia, dos. Los ingleses saben hacer pastelitos y comedia; los franceses son únicos con el queso y los líos de faldas presidenciales; los españoles somos expertos en tenistas y en políticos supermegahiperdemócratas. Pues bien, en este mundo nadie supera a los americanos en dos cosas: las escenas de pelea (¿hay algo más ridículo que una pelea en una película francesa, por ejemplo?) y las novelas de perdedores.
El género narrativo de novela de perdedores ya lo mencioné al hablar de Jernigan, así que no me repetiré con los ejemplos. Podríamos, en lugar de ello, meternos en debates sobre qué es un perdedor, esa palabra que en los Estados Unidos es el peor de los insultos. Pero creo que un ejemplo es más elocuente que cualquier definición:
Me zarandeé la minga y tiré de la cadena. Metí tripa y me subí la bragueta. En los oídos me resonaba la eterna canción: te la puedes zarandear y sacudir, pero la última gota siempre acabará en los calzoncillos.
Ser un perdedor, ésa es la condición humana, por lo menos la masculina. Lo cual me sugiere otra pregunta que me limitaré a lanzar al aire cual frágil golondrina que ha perdido el vuelo: ¿existen las novelas de perdedoras? (Nota: en google, no).
Pese a ser guionista de películas tan exitosas como Breaking away, por la que ganó un Oscar, o la adaptación de El mundo según Garp, Steve Tesich, nacido en Serbia, era, cosas de dedicarse a los guiones, un perfecto desconocido fuera de su mundillo hasta que, dos años después de su muerte, se publicó este libro. Aparte de ser una novela grandiosa, la postumez de su publicación contribuyó en no poca medida al mito Karoo, al que hay que añadir las similitudes que guarda el personaje con Ignatius Reilly, otra genialidad póstuma. En un primer momento, no obstante, y pese a las muy elogiosas críticas de Arthur Miller y E. L. Doctorow, en Europa la novela pasó sin pena ni gloria. Por fin, en 2012 fue publicada en Francia (no sólo queso y faldas), donde se convirtió en todo un fenómeno de crítica y ventas.
No gastaré teclas en hablar demasiado de la historia. Cuatro palabras: Saul Karoo es un revisor de guiones, capaz de crear fenómenos taquilleros a base de adaptar guiones mediocres. En algún momento de su vida aspiró a ser escritor, pero un día se dio cuenta, con gran alivio, de su medianía y de su nula capacidad de sacrificio para dedicarse a lo que considera, a diferencia de su trabajo, verdadero arte. En su vida privada es más que es un desastre: es un completo y satisfecho impresentable. Infiel y dipsómano, evita todo contacto con su hijo adoptivo, que lo adora, y vive una especie de divorcio permanente de su esposa, Dianah, que lo desprecia. Un día, por una de esas casualidades increíbles que un buen guionista convierte en inevitables, aparece el destino en su vida, en forma de mujer. Y no se trata de una frase cursi: hablamos del Destino entendido a la manera de los griegos.
Al igual que sucede con todos los grandes perdedores de la literatura, el lector no puede evitar sentir por alguien tan repulsivo como Karoo algo que, sin ser exactamente cariño y admiración, sí se parece mucho al respeto. Quizá cuando un hombre acepta y proclama su triste condición de empedernido perdedor, y echa el resto en un intento de redimirse que está condenado, más que al fracaso, a la tragedia, en ese momento nos damos cuenta de que, como dirían nuestros cursis, todos somos Karoo.
Cuando una mujer me miente, como está haciendo ahora Dianah, es lo más cerca que estoy de sentirme querido. Siempre que alguna de las mujeres de mis muchas aventuras amorosas fingía un orgasmo, me conmovía aquel acto tan desprendido de generosidad, me conmovía de verdad y me hacía pensar que a ella le importaban lo bastante mis sentimientos como para molestarse en fingir. Los orgasmos reales que tenían de vez en cuando no resultaban tan conmovedores.
El mismo principio rige mis mentiras crónicas. No miento porque me dé miedo la verdad, sino más bien a modo de intento desesperado de preservar su existencia. Cuando miento, siento que me estoy escondiendo de la verdad. Lo que me da miedo es que si alguna vez dejo de esconderme de ella, tal vez descubra que la verdad no existe. Más allá de la atracción que ejerce Karoo sobre el lector, otra de los aciertos de la novela es el modo en que Tesich juega en todo momento con nuestras expectativas. En relación, por ejemplo, con el aparente clímax de la historia, allí donde un buen guionista sembraría las páginas de pistas falsas, la mano magistral de Tesich las siembra de pistas ciertas. Y el lector, por lo menos éste, se queda con un palmo de narices cuando ve que el destino, que todos ven desplomarse sobre Karoo como un piano que cae a cámara lenta de un quinto piso, lo chafaría a él con la misma facilidad. Porque aquello que nos parecía que iba a ser el clímax no es más que el preludio de una hibris, una némesis y una catarsis que ríete de tú de los griegos, quienes, por otra parte, son los referentes literarios directos de toda la novela.
La última frase es muy representativa del carácter de esta novela como retrato de nuestra época. Y es que la idea del encumbramiento de la banalidad podría muy bien abarcar todos los males de nuestra sociedad. La banalización del arte es uno de los efectos o, tanto monta, la causa de la banalización del amor, del dolor y de la familia. Precisamente, hay quienes ven en Karoo una elegía a la familia. En este sentido, podríamos abundar en las, nunca mejor dicho, ineludibles relaciones entre los personajes, así como en las desoladoras e inolvidables páginas que nos muestran a Karoo de regreso a su hogar materno. No obstante, bajo su convencional estructura de auge y caída del personaje, la novela es tan rica en ideas que reducirla a una sola de ellas, por central que sea, sería injusto.
Yo había llegado a pensar que estar sin ropa era lo mismo que estar desnudo, pero aquella noche Leila me recordó que no era lo mismo (…) Las luces del dormitorio estaban encendidas y ella, acostada en mi cama enorme. La imagen me dejó petrificado.Hasta entonces lo más parecido a la desnudez humana que yo había visto había sido en una película. Un documental. Mostraba a cientos y cientos de judíos desnudos, hombres, mujeres y niños, escoltados a la muerte por guardias nazis armados y pastores alemanes ladrando. Todos aquellos judíos estaban desnudos. No desvestidos. Desnudos.
No hagáis caso de los que dicen que es una novela desternillante. Es divertida a ratos, sí, y la genialidad de Tesich radica en hacer que una monumental tragedia de más de 500 páginas se lea en dos tardes. Pero, modestia aparte, Karoo es mucho más.