Se había convertido en un diario ritual que comenzaba primero con el timbrazo del recreo y luego la salida en tropel del alumnado, yo iba al kiosco cerca de la escalera que daba al segundo piso de la escuela a comprar algo para mitigar el hambre.
No podía evitar que los nervios asomaran inmediatamente después de tener en mis manos lo que pretendía ser mi refrigerio y salir al patio del colegio, la pesadilla comenzaría en cualquier momento. Muy despacio caminaba rumbo al pequeño jardín ubicado cerca de la biblioteca y que estaba cercado con unos ladrillos rojos que me servían de asiento.
Nunca pretendí esconderme simplemente esperaba resignado a la humillación y a la matonería de aquel alumno que hacía gala de vanidad y poderío contra mí. Habían pasado algunos minutos del recreo cuando alguien posó su mano sobre mi hombro y me dio un jalón para que volteara – Hey chibolo ¿Yo te pego? Me mantuve callado sin responderle cuando este se puso frente a mí dándome un empujón sobre mi pecho repitiéndome la misma pregunta.
Quedé nuevamente en silencio provocando que mi agresor me tomara el cuello de la camisa y me llevara contra la pared esperando mi respuesta, sin mayores recursos para defenderme le respondí lo que él esperaba.
-Sí, tú me pegas.
Luego de soltarme se hecho a reír con su compañero de turno diciéndole que me estaba rebelando, me pidió que le invitara el pan al que apenas le había pegado un mordisco, luego de tomarlo se fue echando carcajadas y haciendo ademanes con sus manos.
Cursaba el cuarto año de primaria y con mis diez años a cuestas sabia que esto era un drama que se tornaba insoportable. En casa ya comenzaban a darse cuenta que estaba muy introvertido y andaba encerrado en mi cuarto, el bajo rendimiento en las clases también comenzaba a hacerse evidente. Solo, postrado en mí cama pensaba que demonios tenía que hacer para salir de aquella pesadilla que a mi edad estaba resultando traumática. Como todo niño difícilmente contamos nuestras cosas por muchas razones, vergüenza, temor, inseguridad o todos juntos. Un día las cosas empeoraron pues el matoncito por vacilarse conmigo comenzó a dárselas de boxeador, haciendo amagues con sus brazos sobre mi rostro hasta que uno de ellos me impactó en el pómulo dejándome una pequeña hinchazón. Cuando llegué a casa mi madre me encontró llorando, entonces preguntó si me había peleado y le dije que sí, cuando quiso saber quién ganó le respondí que no sabía porque nos separaron muy rápido. Para mi sorpresa me dijo que si un día yo llegaba después de una pelea y le decía que había perdido, ella me daría una golpiza encima.
Pase una semana tranquila sin el acoso del matoncito quien había sido suspendido luego de agarrarse a golpes con un alumno en plena clase, su ausencia me permitió disfrutar en algo mis abrumados recreos. Un domingo mientras caminaba a mi cuarto después de darles las buenas noches a mi madre pensaba como haría para encarar la situación al día siguiente, sabía que él regresaría y lo tendría nuevamente frente a mi burlándose otra vez; no supe la respuesta pero tenía fe que esa sería la última vez.
El timbre sonó y me hizo saltar de mi asiento como nunca, guarde mis cosas tan lentamente como pude y salí contando los pasos, hoy no compraría nada. Uno de mis compañeros de clase me dijo que tenía unos chistes del Hombre Araña y Tawa para leerlos en el jardín de la biblioteca. Parecía que no ocurriría nada y estábamos los dos cómodamente sentados cuando de pronto apareció el maldito chato, si, era chato, tenía como trece años, estaba en quinto año y tenía la misma talla que la mía. No le miré la cara sino los pies, tenia puestos sus viejos y despintados zapatos negros amarrados con unos pasadores deshilachados que a duras penas sobrevivían.
Dio un golpe con su mano y me hizo volar el chiste que leía, para luego hacerme la acostumbrada pregunta de rigor - Hey chibolo ¿Yo te pego? No le respondí y sin mediar ninguna otra advertencia más sentí un empujón, mientras que mi espalda se iba inclinando comencé a levantar la vista y vi su uniforme color caqui arrugado, una vieja correa sostenía su pantalón, pude apreciar su corbata que era similar a una sucia pita ajustándole el cuello de la vieja camisa y finalmente observar esa sonrisa burlona, esa mueca que tanto odiaba. Caí de espaldas como un viejo costal pero la humedad del jardín hizo que amortiguara el golpe pues pudo haber sido peor. Me senté inmediatamente y me di cuenta que algo extraño ocurría, mi vista no veía al resto, solo a él, al maldito “chato”, a los demás los ocultaba una suerte de neblina.
En esos segundos pensé en mi viejita, qué mierda le inventaría ahora que estaba enterrado de barro hasta la cabeza, de seguro no me creería y vendría hasta el colegio para averiguarlo. Me puse de pie mientras que él se reía frente a mí, entonces me dije, lo menos que se puede imaginar este enano es un contraataque de mi parte. Salí corriendo del jardín, salté al muro para tomar viada y de allí me lancé hacia él cayendo ambos pesadamente. Antes que pudiera levantarse rápidamente me monté sobre su pecho, ahora lucía una mueca de dolor por la caída, estaba su rostro frente a mi muy cerca de mis manos, que ahora serian mis puños y sin pensarlo más comencé a golpear y golpear con todas mis fuerzas, en un momento sentía que mis puños se resbalaban sobre su cara, pero igual seguía dando golpes, pegando, sacándome de encima mis temores, mis miedos, mi profunda timidez.
De pronto me sentí en el aire, en vilo y hasta pude escuchar los latidos de mi corazón, uno de los brigadieres me tenía en sus brazos mientras me pedía que me tranquilizara, me dijo – suave chibolo ya lo cagaste al “chato” de mierda. Me hizo sentar en los muros del jardín, sentí mis manos húmedas manchadas de sangre, a él se lo llevaron sus amigos, los míos me dijeron que lo había molido a golpes y se había ido sangrando profundamente de la nariz.
Igual terminé en la Dirección de la escuela pero el testimonio del brigadier valió mucho para que la suspensión se evitara; habían llamado a mi madre que al verme no pudo ocultar una maliciosa sonrisa de aprobación, se lo habían contado todo.
En una ciudad de Nueva Jersey mientras empacábamos unos productos, José, quien en ese entonces era un cincuentón, me contó esta experiencia personal, trabajamos solo unos meses en un warehouse llamado Lily Group, era el año 2001.