Quién nos iba a decir que acabaríamos así…
Cuando nos conocimos era un “yo” solitario pero libre, ensimismado, nostálgico y alejado de cualquier ánimo de querer sufrir nuevamente a manos de nadie. Pese a haber transcurrido algún tiempo del último intento aún sentía frescas las dentelladas de la decepción. Ya había probado las mieles y las hieles del deseo inapropiado, mal correspondido y poco acertado, y no tenía ningunas ganas de volver a pasar por lo mismo. Era un “yo” que no sabía muy bien lo que quería, pero que sí acertaba a rechazar lo que ya no pensaba tolerar más.
Mientras, por tu sendero de la vida, eras un “tú” atormentado que no alcanzaba a ver el final del camino que estabas recorriendo. Eras un “tú” oprimido y dependiente, necesitado de esos mimos que esperaste tener pero que nunca llegaron, deseoso de que alguna de las promesas lanzadas al viento cristalizara en algo que te hiciera pensar que aquello tenía sentido. Eras un “tú” usado en beneficio ajeno y menospreciado para el propio.
“Tú” y “yo” nos encontramos por pura casualidad, por esos azares que “tú” llamabas destino y “yo” prefería atribuir a la suerte, aunque reconozco que hay poca aleatoriedad en la intención de atraerse y, desde el principio, nos atrajimos mucho. Nos entendíamos, nos buscábamos, nos acostumbramos a apoyar las decisiones propias en la opinión del otro, y así “tú” y “yo” nos convertimos irremediablemente en un “nosotros”. “Tú” olvidaste el desatino con el que habías vivido hasta entonces y “yo” obvié aquella calma que reclamaba mi lógica sin querer ver los daños que estaban por llegar.
Te convertiste en mi “tú” y me transformé en tu “yo”, y juntos aprendimos a querernos como creíamos que siempre habíamos merecido: sin aspavientos ni alardes pero con una transparencia y una sencillez que eran la envidia del mundanal ruido que nos rodeaba diariamente. Se nos veía felices porque felices estábamos habiendo renunciado al “tú” del que deseabas escapar y al “yo” que deseaba desoír.
Así aprendiste que mis “yo” eran fuego por las noches y ternura al despertar, que eran sonrisas diarias y que lo mío podía ser tan tuyo como si lo hubieras elaborado “tú” a la medida justa. Cedí mis pretensiones a los vicios que me ofrecías “tú”, sucumbiendo a tal dosis de belleza, inteligencia y sociabilidad que creí haber superado un pasado por el que vagué sin rumbo durante mucho tiempo. Eras “tú” lo que “yo” necesitaba, y “yo” era lo que “tú” tanto habías querido.
Y cuando ya teníamos más que asumida la propiedad conmutativa que sumaban nuestros “tú” y “yo”, se jodió el guión y apareció “él”. Nadie contaba ni con “él” ni con los paréntesis que –de repente- dejaron de conmutar para imponer asociaciones que lo cambiaron todo. De repente “él” se adueñó de lo que tanto tesón nos había costado construir, y comenzaron a multiplicarse problemas que antes no existían: distancias, oportunismos, mentiras piadosas, inconveniencias e incluso traiciones.
“Él” no sabía conquistar con buenas artes porque carecía de conciencia: simplemente arrasó las fortalezas levantadas con tanto amor, se meó sin pudor sobre las ruinas y ordenó esparcir cal viva para que allí no volviera a crecer nada de lo que antes hubo. Prometió todo lo prometible. Suplicó todo lo posible. Mintió todo lo imaginable. Ofendió todo lo ofendible para marcar su falso territorio de macho alfa y, sin saber por qué ni cómo, tocó el resorte para asaltar un “tú” oculto que mi “yo” desconocía. Defendí el imperio de dulzura que habíamos conseguido con todo mi romántico empeño hasta que comprendí que era “yo” quien se quedaba fuera de los paréntesis, y que “tú” y “él” ya os habíais asociado suficientemente aprovechando la multiplicación de esos problemas creados de la nada. Fue entonces cuando volvió a resurgir la temible dignidad de mi “yo”: esa ancestral y dolida dignidad de alguien que sabía encontrarse perfectamente las cicatrices del desdén pasado. “Él” te había convertido justamente en lo que “yo” no quería, y “tú” habías accedido tan cerebralmente a las facilidades que “él” te ofrecía que dejaron de tener sentido la lucha y el corazón.
Pasó el tiempo. No sé si mucho o poco: para mí el suficiente. “Yo” acepté la derrota y retiré mis huestes, enterré mi nostalgia de lo que pudo haber sido y levanté la cabeza para volver a mirar el horizonte sin pena. Ninguna decepción ha podido aún tocarme de muerte. “Tú” elegiste lo más cómodo para ti y “él” pensó que había ganado. Sí… lo pensó, aunque pensarlo nunca es una patente de Corso para que sea real. Quizás no se cumplieron sus órdenes y aquella cal viva nunca fue esparcida. Aunque innegablemente “él” había ganado la batalla cotidiana de poder olerte el pelo cada noche en la cama, de poder verte desayunar a su lado, de poder ir juntos al cine o acariciarte la espalda paseando, de poder planificar vacaciones juntos o de poder follar contigo, el tiempo se le terminó volviendo en contra porque había edificado sobre barro. Había demasiado ego, demasiada conveniencia y demasiada inseguridad oculta para que “él” y “tú” fraguarais un “nosotros” tan delicado y especial como el que “tú” y “yo” creamos.
Siempre me echaste de menos. Siempre recordabas los sitios donde estuvimos, las risas que compartimos, nuestras aficiones comunes, los gemidos que escaparon de nuestras gargantas, el sabor de nuestros besos, la maldad viciosa de nuestras calenturientas mentes y el cariño dulce e inigualable que unía a ese “tú” y ese “yo” para olvidar todo lo demás. La suya había sido una efímera victoria por ignorancia, porque pese a todo, “tú” permaneciste viva en mí y “yo” jamás me borré de tu interior, así que ni el ganador fue tal, ni el vencido sufrió un deshonor.
Desde luego, en tu elección llevarás para siempre el estigma de haber renunciado a un “yo” que te hacía valorar ese “tú” que aún llevas dentro, y “yo” también llevaré la condena de no haber podido culminar diariamente aquella felicidad que se prometieron nuestros ojos cuando se devoraban con pasión. Pero permíteme querida que -como narrador de esta historia que nunca existió- “yo” me apunte la victoria final de la contienda aunque “él” obtuviera su botín, porque seguramente te disfruta a su hueca manera, sí, pero el verdadero “tú” no le pertenece. “Él” vive una pequeña mentira, y sobrevivirá subsistiendo con la ignorancia de que siempre habrá un “nosotros” que jamás podrá controlar: “tú” vives en mí y “yo” en ti, quiera “él” o no quiera. Esa es mi victoria y esa es mi vendetta.
“Él” no lo sabe, pero es simplemente un accidente con derechos circunstanciales: el día en que –como a veces ocurre- se le multipliquen problemas que ahora no tiene quizás sea “él” quien se quede fuera de los paréntesis y “tú” vuelvas a conmutar sumando con otro. Hay que ser muy torpe para no poner las barbas a remojar.
Quién nos iba a decir que acabaríamos así, ¿verdad? Pero quién sabe…
P.D. Elijan bien. Quiéranse de corazón. No sucumban a lo fácil pero complíquense la vida lo justo: todo esto puede ser tan inventado como real y tan innecesario como evitable.
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