-¡Amigo! ¿De dónde eres?
-De España.
-¡Ah! ¡Yo soy georgiano, como los vascos!
Leyendo este apasionante libro, me he acordado más de una vez de aquel señor que vendía sandías en un mercado callejero moscovita, allá por 1990. Admitiendo que el diálogo que mantuvimos fue bastante surrealista, la verdad es que el individuo en cuestión habría dado el pego como levantador de piedras, y su campechanía y afabilidad contrastaban con el carácter un tanto más retraído de los rusos. Además, cabe señalar aquí que durante un tiempo algunos lingüistas vieron ciertos puntos en común entre el euskera y el georgiano, una teoría que, no obstante, está hoy desacreditada.
იოსებ სტალინი,que así se escribe el nombre de nuestro personaje en el maravilloso alfabeto georgiano, fue no sólo una persona fascinante, como suelen serlo los grandes monstruos de la historia, sino también una auténtica leyenda viva, así como, por encima de todo, un auténtico arquetipo del "dictador total". En este sentido, a nadie se le escapa que si hubo alguien que llevó a extremos inimaginados el culto a la personalidad fue Stalin (Niyázov, de Turkmenistán, o la saga de los Kim Il no han hecho más que seguir su senda). Junto a ese culto, su otra gran contribución a la teoría y práctica de la tiranía fue el perfeccionamiento en el uso del terror no como arma política, sino como una política en sí. Todo ello, sin embargo, es materia para otros libros. Llamadme Stalin (una melvilliana traducción del título original que me parece muy acertada) se centra en los años que van del nacimiento de Iósif Vissariónovich Djugashvili al de la Unión Soviética, y que le dieron a aquel georgiano rudo, bigotudo, con el rostro marcado de viruela y unos siniestros ojos amarillos, un poder muchísimo mayor que el que el más déspota de los zares pudo haber imaginado jamás. Para la vida del hombre de estado, os remito a Stalin. En la corte del zar rojo, otra impagable joya escrita por el mismo autor unos años antes.
Una escena de Tiflis en 1878, año del nacimiento de Iósif Vissariónovich Djugashvili
En términos puramente geográficos, Georgia se encuentra mucho más cerca de Turquía, Grecia o Irak que de Moscú o Petrogrado, capital del Imperio Ruso. Si nos adentramos en los aspectos culturales, pues la verdad es que la calentura de la sangre caucásica, la importancia de los lazos familiares, la organización de la familia en clanes y el papel del bandolerismo en la sociedad se nos antojan características muy poco eslavas.
Gori, la ciudad natal de nuestro héroe, es descrita en más de una ocasión como una ciudad sin ley, y ese ruido que oís no es sino el matrabazi, una entrañable costumbre de la ciudad que consistía en liarse a mamporros todos contra todos, con curas borrachos ejerciendo de árbitros. En definitiva, y por decirlo de una manera más clara, sustituid las praderas por escarpadas montañas, el saloon por una taberna, y los bisontes por cabras, y veréis que la tierra natal de Soso (el sobrenombre con el que nuestro héroe era conocido entre amigos y familiares) no difería mucho del salvaje oeste americano.
De hecho, el libro se abre con la historia del atraco al Banco Central de Tiflis. Este asalto, con plaza central a mediodía, día soleado, lindas señoritas que distraen a los vigilantes, diligencias, tiroteos, muertos, y billetes marcados que se desperdigan por Europa, fue organizado, entre otros, por Lenin, Soso y su banda de bandidos entregados a la causa de los proletarios. Consiguieron hacerse con 341.000 rublos, que equivaldría a casi cuatro millones de dólares de hoy, pero con un valor adquisitivo infinitamente mayor para la época. Curiosamente Soso, experto en expropiaciones (así las llamaban) de este tipo, casi nunca tenía dinero, tal era su devoción a la causa y su carácter espartano.
Uno de los rumores que siempre persiguieron a Soso fue el que afirmaba que era un hijo bastardo. Parece ser que su madre, con la que mantuvo una relación bastante ambivalente, era una mujer de principios relajados, y fueron varios y acomodados los amigos íntimos de la familia que protegieron a nuestro héroe desde su más tierna infancia y le apoyaron eocnómicamente cuando entró en el seminario de Tiflis. Montefiore, sin embargo, concluye que lo más probable es que sí fuera hijo de Vissarion Djugashvili. En cualquier caso, Soso siempre despreció a su padre, borracho y violento, al que consideraba, entre otras lindezas, un vil explotador, por tener un taller de reparación de calzado con varios aprendices trabajando en él.
Y me doy cuenta de que llevo no sé cuántos párrafos escritos, y todavía estoy dándole vueltas al momento y autoría de la concepción de Soso. Problema: con este libro, como con todas las grandes biografías, uno corre el riesgo de querer recoger en la entrada los datos más interesantes, sin percatarse de que para ello tendría que copiarlo casi línea por línea. He leído este libro tomando notas en un cuaderno, y ahora me encuentro con seis páginas atiborradas de notas en lenguaje telegráfico y letra minúscula. Desisto, pues. Renuncio al detalle.
Quizá se deba a la influencia que otros tiranos han ejercido en el arquetipo del dictador, pero creo que la imagen que se tiene de Stalin es la de un matón despiadado, megalómano e ignorante. Nada más lejos de la realidad. Stalin fue un matón despiadado, megalómano y cultísimo. En sus años mozos lo llamaban "el intelectual", apodo que, en los círculos en que se movía, se ganaba cualquiera que supiera hacer la o con un canuto, pero lo cierto es que Soselo (otro de sus numerosos motes) era un devorador de libros, tratárase de poesía, novela, ensayo y, sobre todo, historia. Hasta el fin de sus días, Kunkula (El Cojo, otro de sus alias) era capaz de pasarse noches en vela leyendo y escribiendo. Soselo era el pseudónimo con el que firmaba sus poemas, algunos de los cuales fueron publicados y elogiados por prestigiosos poetas contemporáneos, como el insigne Ilia Chavchavadze. Este clásico de las letras georgianas, desgraciadamente, acabó sus días asesinado, y se sospecha que en el crimen estuvo implicado cierto joven revolucionario, con bigote, marcas de viruela y ojos ardientes.
Montefiore abre cada sección del libro con un poema de Soselo, y la verdad es que a este lector dichos poemas le han parecido muy meritorios. Quién sabe, quizá tuvimos que perder un gran poeta para ganar un fantástico tirano.
Saltemos por encima de la forja de un revolucionario. Asaltos a bancos, lecturas marxistas, sabotajes a fábricas, chantajes a los Rothschild, arengas a mineros, abordajes a barcos, secuestros en mitad de la calle, imprentas clandestinas, charlas a medianoche en el monte, huelgas salvajes desconvocadas por medio de un suculento sobre, falsas identidades, espías, agentes dobles...
Uno de los aspectos que más nos sorprende de la época es la manera tan relajada y megacool con que el sistema penal zarista castigaba una y otra vez a nuestro héroe. Koba (apodo tomado del héroe de El parricida, de Alexander Kazbegi, novela que relata las aventuras de un bandido caucasiano que robaba a los ricos para ayudar a los proletarios) fue arrestado y exiliado en numerosas ocasiones, y sólo el último exilio, en Turukhansk, puede decirse que fue verdaderamente duro. Hasta el triunfo de la revolución, vivió bajo la permanente mirada de la okhrana (el cuerpo de la policía secreta), que lo perseguía a todas partes, incluso al funeral de Kato, su primera esposa, del que nuestro héroe salió huyendo.
Se dice que la muerte de Kato (Ekaterina Svanidze) dejó a Koba absolutamente desolado. Yakov, el hijo que tuvo con ella, murió años más tarde en el campo de concentración de Sachsenhausen, tras la negativa de su padre a intercambiarlo por el Mariscal Paulus. Los hermanos de Kato, así como gran parte de su familia, fueron víctimas del Gran Terror de 1937. Su segundo matrimonio oficial (hubo alguno que otro más bien oficioso) fue con Nadezhda Alliluyeva, con quien tuvo a Vasili, y la historia de ambos, de nuevo, no puede ser más trágica.
Mejor suerte, sin embargo, corrieron sus numerosas amantes, al igual que sus dos hijos ilegítimos: sobrevivieron.
A pesar de la constante vigilancia y persecución a que fue sometido, sorprende, insisto, la ceguera de la okhrana. ¿Cómo es posible que en una época donde la vida de un súbdito del zar valía cuatro kópeks, no se dieran cuenta del peligro que representaba Koba, quien se estaba labrando un enorme prestigio como luchador revolucionario radical, y dejaran que se les escapara una y otra vez de las maneras más grotescas que se puedan concebir? (Oche, fíjate qué bigote tiene esa lavandera que sale de la prisión).
En una de las ocasiones en que fue arrestado y condenado al exilio, se le permitió incluso elegir su destino y viajar por sus propios medios. Todo ello dio con el tiempo lugar a numerosos rumores y teorías acerca de que Stalin era un agente doble de la okhrana, teorías que, en opinión del autor, no se sostienen.
Y llegamos a los días de la revolución - que no voy a detallar aquí -, magnifícamente narrados en el clásico de John Reed Diez días que estremecieron al mundo, que estoy leyendo con enorme deleite. La megalomanía de Stalin, su costumbre de retocar las fotos con los personajes caídos en desgracia, y algunos episodios más difíciles de borrar que las fotos le jugaron a nuestro héroe una mala pasada, a saber, ver cómo el paso del tiempo tejía una serie de distorsiones sobre el verdadero papel que jugó en la Revolución. Dicho papel ha sido con frecuencia subestimado, y se ha sugerido que Koba estuvo a la sombra de Lenin y Trotski y que sólo al final, cuando triunfó la Revolución, se subió al carro de los vencedores. A ello hay que añadir su más que probable expulsión del Partido, cuando éste estaba dominado por los mencheviques, que habían aprobado una resolución por la que se prohibían los atracos a los bancos (un episodio, como muchos otros, del que sus enemigos intentaron sacar rédito años más tarde).
Montefiore admite que durante los primeros días de la Revolución Stalin fue "cauto y descolorido", pero lo cierto es que quien desde hacía años se jugaba el tipo por ella, quien pasó años en Siberia, quien vivió a salto de mata y quien entregó a la Causa todo el dinero que "expropiaba" fue Koba, que durante los días de la Revolución llevó a cabo una actividad frenética tanto en las imprentas de Pravda como protegiendo a Lenin y escribiendo discursos a diestro y siniestro. Cierto es también que tanto Lenin como Trotski, ambos de familias acomodadas, nunca dejaron de mirar con cierta condescendencia a este bruto del cáucaso.(No es cierto, por el contrario, que Lenin recelara de él, ni, como algunos nostálgicos irreductibles nos hayan querido hacer creer, que el terror del Stalinismo fuera una corrupción de las ideas de Lenin. Respecto a lo primero, el cisma entre ambos tuvo lugar en los últimos años de Lenin, y tuvo que ver con la "cuestión georgiana". En cuanto a lo segundo, es bien sabido el desprecio que sentía Vladimir Ulyánov por preocupaciones tan burguesas la vida humana y la libertad).
Uno de los problemas de nuestro héroe es que, a diferencia de otros tiranos, nunca fue un buen orador. De hecho, viéndole en acción uno se pregunta cómo alguien con aparentemente tan escaso carisma pudo llegar a convertirse en el Padrecito de los pueblos. Vedlo en este vídeo, en el que ¡intenta arengar a las masas! ante la traición de Alemania durante la II Guerra Mundial. Personalmente, creo que Stalin, que en la distancia corta tenía el carisma de una cobra, y que durante toda su vida devoró de libros de historia y biografías de grandes líderes de todas las épocas, era consciente de que el histrionismo de Hitler o Mussolini envejecería muy mal, y debía de tener un miedo atroz al ridículo.
Poco me queda ya que decir, salvo que apenas he contado nada. Esta biografía es una absoluta maravilla que me ha proporcionado no sólo horas y horas de lectura compulsiva, sino que, una vez más, me ha lanzado por esas redes de Dios a recoger los incontables hilos que el autor, por fuerza, ha tenido que ir soltando, desde Georgia y su historia y literatura hasta, una vez más, la Revolución, pasando por los hermanos Nobel en Bakú. Apasionante de principio a fin.