La web zapatos.org ha convocado un concurso en el que invita a los blogs a escribir un artículo sobre "tus zapatos preferidos". Aprovechando la ocasión, reeditamos un post escrito por María Guimeráns en el que nos habla de unos zapatos muy especiales.
En mi barrio, la ropa se secaba en las fachadas de los edificios. Las señoras abusaban de la laca y los niños íbamos andando al cole. Solos. Solos y andando. Por el camino, de vez en cuando recibíamos una pedrada del típico abusón. Ahora lo llamaríamos acoso escolar o, los más modernos, bullying. Por aquel entonces, pasábamos de denominaciones: resolvíamos la cuestión devolviéndole el proyectil al idiota de turno y lavándonos la herida con un poco de saliva. Porque en esa época llorar era de gallinas y cuando la lagrimilla asomaba, había que secársela rápidamente y mentir diciendo que se te había metido algo en el ojo. Y más tarde, en el recreo, a correr y a gritar como todos los días.
Por todo eso, en mi barrio, el complemento más importante de la indumentaria infantil eran los zapatos. Duros, con suelas de goma, para escapar rápidamente de los ataques inesperados o para atrapar al que se metiera contigo. En caso de lluvia, nunca faltaban las imprescindibles katiuskas. Las que las madres nos compraban porque eran impermeables, pero que al final del día, por la falta de transpiración del plástico, nos dejaban los pies más mojados que si los hubiéramos metido directamente en un charco.
También abundaban las zapatillas deportivas, más conocidas como tenis o bambas. Las de mayor solera iban pasando del mayor al pequeño de los hermanos, hasta que el calcetín asomaba por los agujeros de la suela.
Con esos modelitos íbamos tan contentos, cuando la revolución zapateril llegó al barrio, al igual que un día el bikini puso patas arriba el mundo del traje de baño y la minifalda escandalizó a la sociedad de los años sesenta. Y todo fue gracias a mi vecina del cuarto.
Lo cierto es que todo en ella y en su familia era novedoso. Cuando todas las niñas nos llamábamos María y lo que siguiera, y los niños, José, Antonio o Manuel, a ella le habían puesto Liliana. Y cuando su madre salía por la ventana para llamar a sus hermanos, no gritaba Pedro o Carlos, sino Jonathan, Christian e Iván. Liliana era monísima y vestía de lo más moderno. Y un buen día, salió de su casa taconeando, con unos zapatos rojos con lunares blancos, de esos que las flamencas llevan en la Feria de Abril.
En medio de aquel gris panorama de suelas de goma y soluciones de trote para un clima lluvioso, los zapatos de gitana de Liliana parecían relucir a quilómetros de distancia. De repente, ella se convirtió en el centro de atención de la chavalada masculina y, como era de esperar, los tacones comenzaron poco a poco a sustituir a las botas de siete leguas en los pies de muchas otras chicas. Fue el adiós a la infancia de las chiquillas de mi generación.