Sin palabras me he quedado después de ver Zelig, bueno, sólo una palabra: genial.
Hasta ahora pensaba que Annie Hall era lo mejor de este director, pero no, veo que no, y seguramente, conforme vaya avanzando el ciclo que estoy viendo de él, me llevaré más gratas sorpresas. De momento, hoy, me quedo con Zelig.
Excelente, brillante, original, divertida, irónica, inteligente, todos estos adjetivos son pocos para definir Zelig. Es, simplemente, una de las mejores películas que he visto. Así de claro, así de sencillo.
Algunos pueden pensar que exagero, pero yo creo que no. La propuesta del clarinetista, del judío, del neoyorquino, del genial Woody Allen, es atrevida e impactante, tanto visualmente como a través de un guión plagado de picardía. Allen simplemente habla de lo que quiere hablar, de sus temas preferidos, y encima lo hace con gracia, sin extenderse mucho en la duración, y dejándonos boquiabiertos, asombrados, admirados.
Esta historia inverosímil le sirve para crear un falso documental, al modo de lo que ya había hecho en Toma el dinero y corre, sobre un hombre curioso, un enfermo mental, que es capaz de transformarse en cualquier otra persona, por raro que parezca. Zelig igual es un indio, que un negro, que un gordo, que un médico, e igual está con el Papa Pío XI que con Hitler, con Chaplin, Al Capone, etc. Fabuloso punto de partida para una obra maestra.
Estamos en los años 20 en Estados Unidos, tiempos de depresión, tiempos de jazz, tiempos de gánsters, tiempos de personajes que saltan del anonimato a la fama. Y ahí es dónde aparece Zelig, un hombre camaleónico. Claro, el caso llama la atención de la opinión pública, de la ciencia, de la doctora Fletcher (Mía Farrow). Lo estudian, lo analizan, lo someten a terapias. Todo para descubrir que es un hombre que sólo quiere ser querido por sus semejantes y ser amado, amor que encuentra en esa doctora Fletcher.
Pero lo que podría ser únicamente una idea brillante para una película se convierte en algo más: en una comedia irónica, en una sátira de los documentales, en una crítica de un tiempo y de una sociedad que es a la vez una admiración y un deseo enorme de incrustarse en esa sociedad, un deseo de ser reconocido colectivamente y pasar de la individualidad a la masa. Allen critica también el poder de los medios de comunicación para encumbrar a alguien que sea una noticia por si mismo, como es Zelig. Y aún hay más, hay también una crítica de la ciencia, sobre todo de la sicología, de los siquiatras oportunistas que se suben al carro de lo atrayente de la personalidad de sus pacientes, y que cuentan, en documentales a las cadenas de televisión, esta u otra técnica, este u otro análisis, este u otra nuevo experimento. Es un homenaje a todos los que han estado sometidos al estudio siquiátrico.
Muchas de estas ideas las había esbozado Allen en sus películas anteriores, pero nunca con tanta maestría como en Zelig.
Zelig es también una vía para que Woody Allen exprese una ambición interior, la que logra al convertirse en un director famoso. El es una especie de Zelig que se ha integrado en la sociedad y que se ha hecho público, que ha sido objeto de portadas de prensa y que ha sido analizado por sus espectadores. Sí, también Zelig es un poco Allen, o Allen es también un poco Zellig.
Bueno, en definitva, en 1983 Woody se doctora en cine y cuenta, por fin, todo lo que ha querido contar, en Toma el dinero y corre, o en Recuerdos, o en Manhattan o en Annie Hall.