El gran defecto de Zoolander No. 2 es probablemente su mayor virtud: es una completa memez.
En el programa Cómicos de #0, Javier Cansado escuchaba a Joaquín Reyes decir que, además del humor inteligente, también le gustaba mucho la "tontuna". El humor chorra de Zoolander no admite medias tintas, o te ríes o te aburres. La película es una acumulación de excesos difícil de superar. Ben Stiller y sus guionistas -Justin Theroux de The Leftovers entre ellos- saben que no pueden darse el lujo de desarrollar un argumento sino que deben bombardearnos con ideas sin descanso. Alguna tiene que hacernos reír. El protagonista, la parodia perfecta de un modelo, nació como un chascarrillo en la cadena VH1 y su exiguo recorrido es su talón de Aquiles. ¿Cuántas veces puede hacer la mirada acero azul en un largometraje? Es por ello que la película está repleta de personajes interpretados por auténticos reyes de la comedia -americana, eso sí-. Owen Wilson consigue humanizar a su caricatura hasta resultar tierno; Kristen Wiig tiene gracia en cada tic; Will Ferrell es de los hombres más graciosos vivos; Penélope Cruz es tremendamente sexy y el niño Cyrus Arnold resulta absolutamente genial en el papel de la única persona cuerda del tinglado. Por si todos estos fueran pocos, hay un auténtico aluvión de cameos -los mejores, quizás, Benedict Cumberbatch y ¡Valentino!- y en esto Zoolander es un poco como nuestra saga Torrente.