Revista Libros

Cabaña

Por Clochard
Cabaña Debería haber un lago.
Sí, a unos pocos kilómetros
debería haber un lago.
Al que acceder por un sendero
que cruzara el bosque
bajo el puzzle iridiscente
que formaran altos árboles.
Debería tener una escopeta
con la que sentarme al atardecer
en la mecedora del porche.
Sí, una escopeta y un sombrero
simplemente para dejar claro
su no bienvenida a los forasteros.
Debería tener una taza de latón
para salir a recibir al sol
bebiendo un café tan negro y espeso
como el corazón de los ángeles.
Y una vez al mes reconocer
el traqueteo por el camino de tierra
de la desvencijada camioneta
de alguien llamado Sam o Bob
que me trajera la compra
en bolsas de papel marrón.
Y debería pronunciar frases sabias.
Sí, debería decir cosas
como parece que helará mañana
esos tomates puede que necesiten más agua.
Y quedarnos en silencio
durante eternos y resplandecientes minutos.
Ofrecerle, tal vez, un cigarro.
Saber que él, Sam o Bob, si es un buen hombre.
Y forjar así la mejor relación humana.
Debería cerciorarme de tener siempre
una botella a mano.
Sí, una botella de vino o whisky
para las noches en que el viento
aporree la puerta y haga temblar las ventanas
susurrando un mar etéreo de nombres.
Debería tener la cabaña
llena a reventar de libros y cuadernos.
Escribir a todas horas.
Escribir los poemas más hermosos posibles.
Tanto que me hicieran llorar.
Tanto que, de poder leerlos,
el puto Walt Whitman se meara encima.
Y entonces hacer un enorme montón
con todos aquellos maravillosos poemas
y encender una cerilla
y dejar recitar al fuego versos de madera.
Y esperar tranquilo a que vengan.
Sí, debería dejar recitar al fuego
versos de madera.


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