Revista Educación

Corazón de papel

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Corazón de papel

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Su libreta estaba plagada de corazones. Dentro de todos ellos, ya desde principio de curso, siempre el mismo nombre: Pablo. En ocasiones se atrevía a incluir el suyo: “Pablo y Paula”, “Paula y Pablo” (¡qué bien sonaba!).

Sabía todo sobre él: dónde vivía, el nombre de sus hermanos, su equipo de fútbol, sus pelis favoritas, que odiaba las mates… Pero no había sido capaz de hablarle.

Soñaba con él, dormida y despierta. A diario. Habitualmente, ella era su “salvadora”: Pablo sufría una desgraciadísima caída jugando al baloncesto, quedaba paralítico, sus amigos le daban de lado y ella era la única que le visitaba, jugaba con él y le animaba; o le secuestraba una banda de criminales, Pablo enviaba mensajes codificados marcando algunas letras de los periódicos que tiraban a la basura y sólo ella conseguía averiguarlo y descifrarlos; o él se acercaba a su mesa y le pedía desesperado que le explicara las raíces cuadradas. El caso es que todas las historias terminaban con Pablo locamente enamorado de ella.

Una tarde de mayo, mientras se deleitaba añadiendo encajes y filigranas a uno de sus corazones, un amigo de Pablo le arrancó la libreta de las manos y se la enseñó a todos. La clase entera estalló en un coro de grititos y risas. Pablo sólo la miró, una mirada compasiva que lo que menos provocó en ella fue consuelo.

El peor día de su vida. No salió de su habitación en toda la tarde, no le abrió la puerta ni a su mejor amiga. Lloró sin parar durante horas. Su madre estaba realmente preocupada, no tanto por lo que podría haberle sucedido ese día en el colegio, sino porque nunca antes había visto a su niña tan triste. Tanto le angustió, que en la bandeja que dejó al lado de su puerta, junto al vaso de leche caliente y las galletas, le puso un tranquilizante.

Paula nunca olvidaría aquella tarde. Jamás volvió a llorar así, ni treinta años después, en el funeral de su madre. Nunca se enamoraría de nuevo de aquella manera… La única cosa que se repetiría en su vida, casi como una constante, fue el tranquilizante.


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