Revista Educación

Cosas que siempre (o casi siempre) me pasan en verano

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Cosas que siempre (o casi siempre) me pasan en verano

Lo mismo que para muchas celebrities no hay verano que se precie sin mariscadas en restaurantes de estrella Michelín a costa de los falsos robados de las portadas del ¡Hola!, buena parte de mis vacaciones estivales consisten en hacerme selfis tumbado en la playa, subir fotos a Facebook de mis piernas sobre la toalla con la leyenda "Aquí, sufriendo" y en comer bocatas de tortilla y mascar arena de Las Teresitas a partes iguales mientras pruebo toda suerte de latas de refrescos con los sabores más raros que salen al mercado.

No obstante, de vez en cuando también cae una tapita de ensaladilla y una caña en algún garito frente al mar. (No se vayan a creer ustedes que todo son penurias y calamidades).

El caso es que, al margen de los condicionantes de mi cuenta corriente, irremediablemente, para mí el verano incluye una serie de elementos, acontecimientos y/o circunstancias intrínsecas con los que he aprendido a convivir.

Así, a pesar de que me embadurne de crema protectora y me haya acostumbrado a llevar gorrita, siempre me quemo los pies, se me pela la espalda y mi nariz y mis cachetes cobran un inconfundible un color rojizo que me hacen parecer constantemente ruborizado.

Por si fuera poco, debo ser un reclamo apetitoso para los mosquitos, porque siempre acabo acribillado sin piedad por ellos. Si me meto en un charco me pica un aguaviva o me raspo las rodillas al salir y, si opto por la piscina, al bucear se me irritan los ojos por el cloro o acabo en urgencias con los oídos taponados.

Como complemento a todo esto, cíclicamente me hago algún que otro esguince en el tobillo, una luxación en el hombro o me recalco un dedo y, de vez en cuando, me llevo un premio gordo en forma de puntos de sutura o un hueso roto.

Si viajo en avión, delante me toca el pasajero que reclina por completo el asiento y detrás el niño llorón y, para colmo, cuando llego a mi destino compruebo que se han perdido mis maletas.

Si me alojo en un hotel, en la habitación de al lado se hospedan los turistas más ruidosos y con peor gusto musical, cosa que se agrava cuando al elegir tumbona me toca por vecino un fumador compulsivo o la pareja que discute sin parar y, si me escapo a un lugar paradisiaco para disfrutar de la paz y el silencio, repentinamente aparece de la nada el camión de helados California con su incesante y machacona melodía y estaciona a tres metros de mí.

Por último, no hay verano que no pierda las llaves, se me estropee la tarjeta de crédito y rompa unas (o unas cuantas) gafas de sol.

Con todo esto que les cuento, pensarán que estoy como unas castañuelas porque hoy se acaba el periodo estival. Sin embargo, se equivocan ya que, incluso con esta lista de desdichas, confieso que algo de masoquista debo tener porque el verano es mi estación favorita.


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