Asintió.
Aunque ella tardó en saber qué opción había elegido, no le importó.
Él se lo advirtió la primera noche en que, ebrios del sabor pálido del hombre del puesto de castañas, ella cabalgaba relámpagos a horcajadas anhelando horadar con el filo redivivo de sus pezones las grietas del techo.
Habló de la herida ciega causada por toneladas de luz, de la fosa común dentro de su pecho, de ciudades combadas en hálitos morales.
Dijo que se harían daño, mucho.
Transitaron por el margen de estaciones de metro, dibujando vórtices en el tiempo injusto.
Sonrieron sobre la pila de cadáveres el día que les acorralaron.