Revista Educación

Cuando me avergonzaba disfrazarme de mujer

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Cuando me avergonzaba disfrazarme de mujer

Recuerdo con mucho cariño mi primer disfraz. Era una especie de mosquetero con una camisa blanca, un pantalón negro de raso, una espada de plástico, el bigotillo y la barbita pintados y un peto azul oscuro que me encantaba, con una gran cruz plateada sobre el pecho. El atuendo no dejaba de ser un poco erróneo, que la guardia creada por el cardenal Richelieu, que era bastante más astuto de lo que suelen pintarlo las películas, llevaba una coquetona flor de lis o, a lo sumo, una cruz dorada, símbolo de la pureza de quienes se creían elegidos por Dios, dotados de la fuerza de la que se inviste al monarca desde el momento de su coronación.

Hoy todo lo se lo compra uno en las tiendas de los chinos (muerte al tutú, por cierto) o, a lo sumo, lo encarga por AliExpress. Antes no era así. Almacenes El Kilo tenía una inmensa tienda en pleno centro de la calle Castillo, con sucursales por media isla, y era la máxima ilusión el ir unas cuantas semanas antes a buscar la tela adecuada para que tu madre, la vecina "que cosía pa la calle", o alguna de las modistas que abundaban en la ciudad, te hiciese el disfraz. Los complementos, a la Casa Portuguesa.

Se acuerda uno de aquellas artesanas que, como Conchita, que vivía dos casas más allá, o mi buena amiga Eva, se pegaban sus buenos meses cosiendo disfraces para los miles de carnavaleros que se lanzaban a las calles a gozar de la fiesta. A mí me impresionaba la montaña de disfraces a medio hacer que aquella mujer tenía por el suelo, que iba enlazando casi sin mirar. Cuando la costurera te conocía no necesitaba ni hacer patrón, a ojo lo sacaba todo. Aunque estemos en plena tiranía de la pistola de silicona, todavía hoy te las ves, con las manitas diestras en la maquina de coser, cuando no llenas de picadas de la aguja, haciendo felices a quienes demandamos de ellas. Gracias. Lo cierto es que mi disfraz de mosquetero me encantaba, y lo usé un par de años. Cuando me quedó chico lo aprovechó mi primo, que las cosas se heredaban.

Luego llegó uno de chino, otro de payaso, y también algún oso de peluche, que fueron verdadero furor desde los carnavales de 1990 dedicados a Disney, con el segundo gran escenario de la plaza de España, diseñado por el escenógrafo argentino Mario Vanarelli. Y tuve una rara adolescencia en la que me dio vergüenza disfrazarme, fíjate, hasta que me vino la época de salir por los kioskos de estudiantes, que es donde uno se estrena en eso de despendolarse un poco. Y llegó el día, ya pasados los veinte años en que me disfracé de mujer por primera vez. Iba como de enfermera y llevaba una jeringuilla enorme que no recuerdo de dónde saqué, con un sujetador de mi hermana relleno con trapos de cocina, la peor peluca de todos los tiempos y maquillado de cualquier manera. Sobra decir que me lo pasé en grande.

Y de ahí en adelante siempre he participado de la sana costumbre del tinerfeño de disfrazarse de mujer. Ya ves tú. A la gente que viene de fuera por primera vez le choca muchísimo, pero aquí es lo más normal del mundo. Ya desde 1605 las crónicas hablan de cómo había costumbre en la ciudad de "invertir los sexos por medios de disfraces", y hasta un auto lo llegó a prohibir bien avanzado el siglo XVIII. Por ahí debe andar una foto de mi abuelo vestido con un traje negro hasta los pies y una toquilla, cuando todavía estábamos en épocas de la dictadura, pasándoselo pipa en las calles con su cuñado. Yo debí heredar mi pasión por el carnaval de él y de mi abuela Prudencia, que era de aquellas "tapadas" de las primeras décadas del siglo XX, niñas bien que salían a la calle con una sábana y un abanico, quizás escapándose de la casa familiar a gozar de la fiesta sin ser reconocidas.

Pues sí, como cualquier carnavalero de Santa Cruz hace, anduve travistiéndome durante años hasta una época no muy reciente en que me invadió el pudor. Yo decía... ¿Qué pensará la gente de mí, que soy un señor ya de una edad, con un trabajo serio y más que serio, si me ve por ahí con esas pintas? Me entró como una neura, no creas, básicamente porque no doy yo una mujer muy atractiva que digamos, sino una graciosa mamarrachilla. Me daba como cosa. ¿Y si un día salgo en los periódicos? ¿Y si llego a ser "alguien" y sale por ahí alguna foto mía que me arruina la vida? ¿Qué dirán? Qué vergüenza...

Todo el guineo me había entrado porque un cónsul de un país latinoamericano se había visto obligado a dimitir en 2011 por unas fotos suyas en redes sociales... Pasándoselo bien en carnaval. Entré entonces en pánico, pero también entré en una nueva era en la que amplié mi gama de personajes, que también está muy bien para quien, como yo, lleva una vida saliendo a divertirse a la calle. Pero nunca con tutús, que quede claro. Bueno, una vez sola, pero de eso hace ya como quince años.

Y un día me volvió la cordura. Especialmente cuando recordé que vivo en una ciudad fiestera que, como bien decía nuestro cronista Luis Cola Benítez, "jamás ha sido conquistada". También reflexioné un poco sobre el daño que puede hacer a nadie que una persona se lo pase bien cinco días al año como hacen otros millones igual que él en las mismas calles. Y, lo prometo, pensé en lo injusto que es hacer dimitir a un cónsul por un disfraz mientras otros sí que hacen cosas que son deshonrosas como robar, mismamente. Volví a recurrir a mi querida Eva, autora de todas mis locuras ("Ay Alberto, con qué me vendrás este año...") y me disfracé de Amaia, la de OT 2017. En versión fea, claro.

Hoy me parece increíble que algún día yo llegara a pensar que salir el Sábado de Piñata paseando por mi ciudad disfrazado de Wonderwoman junto a otros 420.000 carnavaleros, compartiendo unos pocos metros cuadrados con unas cuantas Marilyn, una coreana, unas bailarinas, una madre con la chola en la mano, un par de gitanillas y la mismísima Madame de Pompadour, pudiera ser motivo de reproche para alguien, cuando a esas horas ya estaban las correrías del Tito Berni y los suyos en los medios de comunicación.

Que se avergüencen los que en 2023 todavía siguen comportándose como lo hacían aquellos contra los que hubiesen luchado los mosqueteros del cardenal Richelieu, los que cuatro siglos después siguen arreglando sus oscuros negocios a base de corrupción, droga y prostitutas.

*. Ilustra este post el cartel del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife 2022, obra de la artista grancanaria Guenda Herrera, probablemente uno de mis preferidos de los últimos tiempos.

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