Revista Educación

Días perfectos

Por Siempreenmedio @Siempreblog
“Un café aguado, tipo guayoyo, gracias”. La camarera lo pilla a la primera. Cinco minutos después llega el resto del equipo. La misión no es complicada a priori: tres horas de pateo por un trazado descendente en su mayoría. Pero como sucede con frecuencia, al ser humano le apasiona complicar los retos, como si tuviera la necesidad de decir al día siguiente: “¿Ves allá arriba, lo más alto? Allí estuve ayer”. Entonces aceptas desviarte hacia un auténtico pedregal, al que accedes casi trepando y en el que cada paso lo afianzas como si estuvieras montando un mueble de Ikea, con fuerza, para que no se caiga a la primera.Tegueste, desde el sendero que sube a La Degollada.Porque claro, la imagen desde arriba merece la pena. Abajo se ve el pueblo, pequeñito, como una aldea de juguete. El esfuerzo siempre recompensa, aunque por el camino se maldiga todo lo que se cruce por delante. Es curioso, porque en la fase de negación que una se impone para autoconvencerse de algo en lo que sabe de entrada que no tendrá razón, los argumentos que elige son, a medida que los piensa, cada uno peor que el anterior. No queda otra que obviar ya esa fase de “no, no, no y no” e imponerse de obligado cumplimiento subir allá arriba, el arriba que sea, da igual, pero siempre es arriba, nunca abajo.Ya de vuelta de aquel desvío, el tramo que queda es todo bajada; restan aún varios kilómetros, una distancia perfecta en la que el grupo comienza a pensar en voz alta qué es lo que va a comer. “Podríamos hacer un arroz con verduras y pollo; tú cocinas, ¿verdad, amigo?”, preguntan con una rapidez pasmosa. El sol aprieta fuerte y aceleramos el paso. Nos espera un buen almuerzo y un final de fiesta que algunos auguramos en remojo.Y llega. El instante en que uno siente que lo que come se lo merece, sin remordimientos de ningún tipo, en medio de una conversación que da giros inesperados, donde si al principio las protagonistas eran las verduras de la huerta del vecino, apenas diez minutos después está sumergida en la historia de Los hermanos Karamazov, de Fiódor Dostoyevski, o en El museo de la inocencia, de Orham Pamuk. Y así es como las lechugas y los tomates conviven perfectamente en un diálogo sobre la vida de ese protagonista del escritor turco, aquel hombre (Kemal) enamorado en secreto de una pariente lejana, a la que durante 40 años visita cada noche para cenar, encuentros en los que roba cada día pequeños objetos que le pertenecen a ella. Ese salto de la zanahoria y el arroz a la literatura suena tan natural, como de andar por casa…Atardecer en Punta del HidalgoPronto cae la tarde y el baño en el mar no es solo una opción, es materia obligada. Es de esas veces en las que sabes que tu cuerpo te lo exige. Así que terminar un domingo con este sol cegador es un más que probable signo de perfección, esa que nunca existe para el que opina desde fuera pero que para quien lo vive sucede en ocasiones. Cada vez más, por cierto.

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