Revista Cultura y Ocio

Duelo al sol

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

pista de arenaEl sol de media tarde azota con saña la arena, a los luchadores, las graderías y a una humanidad vocinglera que se desgañita por sus favoritos. A esta hora ingrata no hay tregua con quienes se han atrevido a dejar el frescor de sus casas por venir a presenciar el espectáculo de lucha y fortaleza que enfrenta a los dos mejores hombres, a los más capaces y laureados. Queman los yerros, queman las piedras, los asientos y las tribunas. Queman las voces y el combate está servido en la palestra de este circo.

Uno es rubio y lleva los dorados rizos recogidos en una coleta; el otro es moreno y una cincha somete los cabellos rebeldes. Uno ha llegado del frío norte y el sol meridional le hace daño. Tiene la piel enrojecida allá donde está expuesta al sol, quemada e irritada por el sudor. Otro proviene del ardiente sur, el calor es lo suyo, su piel morena soporta estoica los rayos implacables. Pero es más menudo, más sarmentoso, no posee las piernas ni los brazos hercúleos de su oponente, su talla ni su corpulencia. Ambos saben que están allí porque son buenos púgiles, seguramente los mejores; ambos saben que se trata de combatir, utilizando cada cual sus fuerzas y su experiencia para doblegar al otro y obtener la victoria. Sólo uno alcanzará la gloria, a uno sólo le reservan los dioses sus gracias. El todo será para él, para el otro la nada. 

Comienza la lid. Golpea uno y contesta el otro. A un aldabonazo sigue una tarascada, a un leñazo sucede un voleo, a una mochada responde un mandoble. Ahora este le endilga un tornavirón, pero aquel se desquita con un revés. Y otra vez vuelta a empezar. Empuña la macana y mazazo va. El impacto ha ido a la arena, desviándose por muy poco. Su adversario mueve el chicote y descarga la mano con contundencia. Así una vez y otra y otra más. Hace tiempo que comenzó el duelo sobre el palenque y aún les quedan fuerzas para lanzar golpes durísimos, aunque los vergajazos ya no son tan demoledores ni tan precisos.

La fatiga hace mella en ambos contendientes, sus movimientos son más torpes, sus reflejos pierden eficacia y sus acometidas fiereza. Han derrochado energía con generosidad y el organismo les está pasando la inevitable factura. Es preciso dosificar las fuerzas cuando se pueda para ser agresivos cuando sea preciso, la virtud está en danzar por ese delicado filo sin caerse. No hay que perder la concentración. Se mueven por la arena atentos al rival, afianzan los pies, tensan las canillas: la lucha no admite errores, un resbalón, un mal paso, pueden costar caros.

El público jalea los mejores golpes, los lances más difíciles. Y siguen los gritos desde la grada, apostando cada cual por su favorito, animándolo a que dé de sí un poco más, exigiéndoles el esfuerzo extra, supremo, que les dé la victoria definitiva. Montescos y capuletos, bejaranos y portugaleses no ponían más ardor en sus disputas. Abajo, en la arena ardiente, los luchadores lo dan todo por complacer a sus seguidores, abajo, en la arena, los contendientes agradecen cada palabra de aliento, cada grito de ánimo.

A las voces suceden silencios tensos en que se oye un roce, un suspiro. El aire parece estancado y denso, un fluido extraño que se prolonga en el sudor que deshidrata a los antagonistas, un sudor que resbala por las sienes, que baja a lo largo de las mejillas y deja caer brillantes gotas a la arena del circo, o que baja por la frente y se mete en los ojos y los irrita. Este sol no da cuartel, calienta las cabezas y derrite las ideas.

El hombre rubio lanza ahora un vergajazo casi vertical, que su oponente contrarresta con un latigazo brusco a la altura de la cadera. Con cada viaje se va un resto de energía y un pedazo de corazón.

En los intervalos de tregua que se dan, para recuperarse momentáneamente, cada uno vigila al otro, estudia detenidamente su estilo, una vez más, calcula dónde podrá fallar, calibra su cansancio y se lanza de nuevo a la lid. El brazo se suelta con violencia, buscando hacer daño al enemigo.

La liza se acerca a su fin, ya no puede prolongarse mucho. Las fuerzas están mermadas, el cansancio es extremo. Qué fácil es ahora cometer un error. Sin embargo, a uno de ellos le quedan unos gramos más de entereza y está acometiendo con más bríos y voluntad. Se ha sacado un golpe triunfador, preciso, en un punto donde su rival no ha podido pararlo. Ha caído en el intento y está rebozado en la tierra amarilla de la pista, con la raqueta a sus pies, mientras la pelota ganadora se pierde por el fondo.

 


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