Revista Cultura y Ocio

El buen gusto literario se consigue leyendo poesía, Joseph Brodsky

Publicado el 15 enero 2024 por Kim Nguyen

Puesto que todos somos moribundos y leer libros consume tiempo, debemos idear un sistema que nos permita mayor economía. No hay duda de que puede resultar placentero retirarse a algún lugar a leer un largo y mediocre novelón; pero todos sabemos que, en definitiva, muy pocas veces solemos permitírnoslo. Al fin y al cabo, leemos no solo por leer sino para aprender algo. De ahí la necesidad de concisión, de condensación, de fusión, de obras que traten sobre el sufrimiento humano de la forma más directa y exacta posible; en pocas palabras, la necesidad de atajos. De ahí, también, y como consecuencia de nuestra sospecha de que tales atajos no existen (aunque sí existen, como veremos), la necesidad de alguna brújula para navegar por el océano de lo publicado.

Esa función de brújula, por supuesto, es la desempeñada por la crítica literaria. Pero su aguja, ¡ay!, oscila locamente. Lo que para unos es el Norte para otros es el Sur (Sudamérica, para ser más exactos), y lo mismo, pero aún peor, ocurre con el Este y con el Oeste. El problema con los críticos es (como mínimo) triple: a) que se trate de comentaristas mediocres, que saben tan poco como nosotros; b) que manifiesten una clara predilección por un determinado tipo de literatura o, simplemente, que se dejen comprar por la industria editorial; y c) que se trate de escritores de talento que convierten la crítica en género literario autónomo (piénsese por ejemplo en Borges), y acabemos leyendo las reseñas sobre los libros en vez de los propios libros.

En cualquier caso, nos hallaremos a la deriva en pleno océano, rodeados de páginas por todas partes, subidos a una balsa cuya capacidad para mantenerse a flote resulta harto dudosa. Una alternativa sería, por tanto, educar nuestro propio gusto, convertirnos en nuestra propia brújula, familiarizarnos —por así decirlo— con determinadas estrellas y constelaciones, de brillo débil o radiante pero siempre remoto. Sin embargo, esto lleva muchísimo tiempo, y puede ser que entonces seamos ya unos ancianos que hacen su mutis con un mohoso volumen bajo el brazo. Otra alternativa —aunque quizá forme parte de la anterior— consistiría en confiar en lo que otros dicen: la recomendación de un amigo, una referencia en un texto que nos gusta. Aunque no esté institucionalizado (y no sería mala idea), este procedimiento “de oídas” nos es familiar desde la más tierna edad. Pero tampoco resulta un recurso muy seguro, pues el océano de literatura disponible crece de forma continua, como queda ampliamente demostrado en esta feria del libro, que no constituye sino una tormenta más en tan proceloso océano.

Así pues, ¿dónde encontrar nuestra propia tierra firme, aunque se trate de una isla inhóspita? ¿Dónde está nuestro buen Viernes, por no decir nuestra mona Chita?

Antes de aportar mi sugerencia —no, digámoslo claro: la que considero la única solución posible para conseguir un sólido gusto literario—, me gustaría decir unas pocas palabras sobre el artífice de tal solución, es decir, un servidor; y no por vanidad personal sino porque, a mi juicio, el valor de una idea se halla en relación con el contexto del que brota. En efecto, si yo hubiera sido editor, habría hecho constar en las portadas de los libros no solo los nombres de los autores sino también la edad exacta que tenían al escribirlos, para que sus lectores pudieran decidir si les interesaba tener en cuenta el contenido o el punto de vista de un libro escrito por un autor mucho más joven, o mucho mayor, que ellos.

El artífice de tal solución pertenece a ese tipo de personas (ya no puedo, ¡ay!, seguir utilizando el término «generación», que sugiere masa y unidad) para quienes la literatura viene a reducirse a unos cien nombres. A ese tipo de personas cuyos modales sociales estremecerían a Robinson Crusoe e incluso a Tarzán. Personas que se sienten incómodas en reuniones multitudinarias, que no bailan en las fiestas, que tienden a encontrar justificaciones metafísicas para el adulterio y se muestran reacias a hablar de política. Personas más críticas consigo mismas que con sus propios detractores. Que siguen prefiriendo el alcohol y el tabaco a la heroína y marihuana. Personas a las que, en palabras de W. H. Auden, «no vamos a encontrar en las barricadas, y que nunca dispararán un tiro contra sí mismos ni contra sus amantes». Si alguna vez los vemos nadando en su propia sangre en el suelo de una cárcel o halando desde una tribuna, se deberá a un acto de rebelión (o, mejor aún, de objeción), no tanto frente a una injusticia concreta sino contra el orden del mundo en su conjunto. No se hacen ilusión alguna sobre la objetividad de sus opiniones; al contrario, insisten desde el comienzo en su imperdonable subjetividad. Pero no actúan así para protegerse de un posible ataque: tienen por norma ser muy conscientes de la vulnerabilidad de su punto de vista y de sus opiniones. Sin embargo, adoptando una postura de algún modo opuesta a la darwiniana, consideran la vulnerabilidad el principal rasgo de la existencia. Me apresuro a añadir que este hecho no se relaciona tanto con la tendencia masoquista atribuida hoy a casi todo hombre de letras, como con el conocimiento instintivo (y a menudo de primera mano) de que el subjetivismo extremo, el prejuicio y, desde luego, la idiosincrasia ayudan al arte a aludir el cliché. Y la resistencia al cliché es lo que distingue al arte de la vida.

Ahora que ya saben de qué tipo de persona proviene lo que voy a exponer, no me queda sino enunciarlo: el modo de conseguir un buen gusto literario consiste en leer poesía. Y si creen detectar en mi opinión cierto partidismo profesional, alguna voluntad de defender los intereses de mi gremio, se equivocan: no me interesan tales gremios. La cuestión es que la poesía, siendo la forma suprema de elocución humana, no solo constituye el modo más conciso, más sintético de expresar la experiencia vital, sino que permite, asimismo, la mayor creatividad posible en un acto lingüístico, sobre todo en el caso de los escritos.

Cuanta más poesía leemos, más aborrecible nos resulta cualquier tipo de verborrea, tanto en el discurso político o filosófico, como en los estudios históricos y sociales, o en el arte de la ficción. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, de la rapidez y de la lacónica intensidad de la dicción poética. Hija del epitafio y del epigrama, concebida, por lo que parece, como una forma sintética de tratar cualquier tema, la poesía supone una gran disciplina para la prosa. Le enseña no solo el valor de cada palabra sino también los ricos esquemas mentales del ser humano, las posibles alternativas a la composición lineal, la habilidad de omitir lo obvio, el subrayado del detalle, la técnica del anticlímax. Por encima de todo, la poesía despierta en la prosa el ansia metafísica que distingue la obra de arte de las meras belles lettres. Reconozcamos, sin embargo, que en este aspecto concreto la prosa ha demostrado ser un alumno más bien perezoso.

Por favor, no se me malinterprete: no pretendo desacreditar la prosa. Lo que ocurre es que la poesía es más antigua que la prosa y, por tanto, ha recorrido una distancia mayor. La literatura comenzó con la poesía, con la canción del hombre nómada, que antecede a los garabatos del hombre sedentario. Y aunque en algún lugar he comparado la diferencia entre poesía y prosa con la existente entre la aviación y la infantería, lo que ahora sugiera nada tiene que ver con la jerarquía o los orígenes antropológicos de la literatura. Solo intento ser práctico y ahorrarles a su vista y a su cerebro un gran número de lecturas inútiles. La poesía, podría decirse, fue creada a este propósito, pues constituye un sinónimo de economía. Así pues, lo que uno debería hacer sería repetir, aunque a pequeña escala, el proceso que tuvo lugar en nuestra civilización durante dos milenios. Es más sencillo de lo que parece, pues el corpus poético resulta muchísimo menos voluminoso que el de la prosa. Y más aún: si lo que interesa es la literatura contemporánea, miel sobre hojuelas. Hay que hacerse con obras de poetas, a ser posible de la primera mitad de este siglo, que escriban en nuestra lengua materna. Como vendrán a ser, calculo, unos doce libros nada gruesos, a finales del verano ya se habrá conseguido una preparación suficiente.

Si la lengua materna es el inglés, yo recomendaría leer a Robert Frost, Thomas Hardy, W. B. Yeats, T. S. Eliot, W. H. Auden, Marianne Moore y Elizabeth Bishop. Si se trata del alemán, a Rainer Maria Rilke, Georg Trakl, Peter Huchel y Gotfried Benn. Si es español, una buena selección incluiría a Antonio Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez y Octavio Paz. Si es el polaco, o simplemente si se conoce esta lengua (lo cual supondría una gran ventaja, pues la poesía más extraordinaria de este siglo está escrita en polaco), me gustaría mencionar los nombres de Leopold Staff, Czelaw Milosz, Zbigniew Herbert y Wislawa Szymborska. Si es el francés, por supuesto a Guillaume Apollinaire, Jules Supervielle, Pierre Reverdy, Blaise Cendrars, algo de Paul Éluard, un poco de Aragon, Victor Segalen y Henri Michaux. Si es el griego, habría que leer a Constantino Cavafis, Ghiorghios Seferis, Yannis Ritsos. Si es el holandés, debería leerse a Martinus Nijhoff, en especial su deslumbrante obra Awater. Si es el portugués, habría que leer a Fernando Pessoa y quizás a Carlos Drummond de Andrade. Si se trata del sueco, léase a Gunnar Ekelöf, Harry Martinson, Tomas Tranströmer. Si es el ruso, hay que conocer, como mínimo, a Marina Tsvetáieva, Ósip Mandelstam, Ana Ajmátova, Borís Pasternak, Vladislav Jodasévich, Velimir Jlébnikov, Nikolái Kliúev. En el caso del italiano, resultaría imprudente por mi parte sugerirles a ustedes algún nombre, y si menciono a Quasimodo, Saba, Ungaretti y Montale es simplemente porque llevo mucho tiempo queriendo reconocer mi gratitud y mi deuda a estos cuatro grandes poetas, cuyos versos han ejercido una influencia crucial en mi vida, y me alegra poder proclamarlo aquí, en suelo italiano.

Si a algunos de ustedes, tras familiarizarse con la obra de cualquiera de estos autores, se les cae de las manos alguna obra en prosa, que hayan empezado a leer, la culpa será del autor. Si continúan leyéndola, el mérito será del autor, pues eso significará que tiene algo que añadir a las verdades que sobre la existencia humana aportaron los grandes poetas antes mencionados; o como mínimo quedará demostrado que este autor no es redundante, que su lenguaje literario presenta vigor estilístico suficiente. Si siguen leyendo aunque el libro no presente tales cualidades, significará que la lectura para ustedes una adicción incurable. Y, comparada con otras adicciones, no parece esta la peor.

Joseph Brodsky
«Cómo leer un libro»
Del dolor y la razón
Traducción: Antoni Martí García
Editorial: Siruela

Foto: Joseph Brodsky, por Bettmann/CORBIS


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