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El camión de la basura

Por Clochard
El camión de la basura Agosto parece empeñado en morir matando desmenuzando sus postreros días en un agónico calor que se incrusta bajo la piel de tal modo que forma parte de uno mismo hasta que el organismo lo detecta como un cuerpo extraño y lo expulsa lentamente en forma de sudor.
En casa dormimos con las ventanas abiertas apagando ventiladores y aire acondicionado por aquello de ahorrar luz. Mi mujer no tarda en dormirse profundamente pese al calor infernal mientras que yo no dejo de dar vueltas en la cama, sudando, rezando por un soplo de brisa que siempre es negado. Sucede que cada noche invariablemente cuando por fin el sueño parece haber ganado la cruenta batalla a la terrible canícula el camión de la basura realiza su estruendosa aparición nocturna, hecho que resulta mucho más molesto debido a que la ventana de nuestro dormitorio viene a dar justo en frente de la fila enorme de contenedores que existe en nuestra calle.
Cada noche, justo cuando comienzo a desprenderme de la vigilia aparece el dichoso camión cual monstruo mitológico que aguardase que los aldeanos duerman ajenos en sus casas para cobrarse y devorar las exiguas ofrendas depositadas en cofres verdes. Un monstruo guiado por tres humanos esclavizados pero generoso, ya que parece conformarse con los desechos y retazos de vida que le son otorgados.
Esta noche escucho el rugido del monstruo, el sonoro trajinar de los esclavos como desde lejos, resbalando todavía de un estado a otro, deslizándome y dejándome caer apaciblemente pese a que el hedor hoy resulta mucho más insoportable. Me mezo en un leve zarandeo que pronto se convierte en brusco vaivén, siento un sabor pastoso en la boca mientras me duermo por completo.
Despierto y todavía con los ojos cerrados siento como si el sol entero se hubiera colado por la ventana de nuestro cuarto, un ardor desagradable me inunda el cuerpo. Abro los ojos y contemplo horrorizado como el rostro de mi mujer se ha convertido en el de una muñeca sucia a la que le falta un ojo azul y su cuerpo en una garrafa aplastada de 20 litros de aceite. Miro a mi alrededor desconcertado, un poco más allá una familia rebusca sobre una enorme montaña de escombros, esquivo a un pájaro que desciende en picado sobre mi cabeza, me levanto, inicio el descenso.

Trato de ignorar los millones de formas de vida minúsculas que han decidido ocupar mi cuerpo.

Intento no pensar en qué es lo que se me clava varias veces en mis pies desnudos.
Me niego a dilucidar cómo diablos volveré a casa con tan solo los calzoncillos puestos.

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