Revista Cultura y Ocio

El elevado coste de ser conscientes de la injusticia

Publicado el 11 marzo 2024 por Benjamín Recacha García @brecacha

Europa se rinde de nuevo al belicismo. Pasan los años, los avances tecnológicos nos dejan boquiabiertos, pero hay algo que no cambia: la guerra. Armas más modernas, con el mismo objetivo: matar. La industria armamentística dirige el mundo, y hay que alimentarla para que siga generando dividendos. En vez de recurrir a todos los medios posibles para detener los conflictos vigentes, «nuestros» gobernantes nos avisan de que debemos prepararnos para los que vendrán, de modo que hay que invertir en «defensa»; es decir, en misiles, aviones de combate, bombas, tanques y toda clase de armamento. «Defensa», bonito eufemismo. «La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza», escribió George Orwell en 1984, cada vez menos distopía y más profecía. 

Ya hablan abiertamente de una guerra contra Rusia. No basta una década de enfrentamientos en Ucrania —sí, empezaron mucho antes de la invasión rusa, con años de bombardeos y destrucción de la región del Donbass por parte del propio ejército ucraniano—, los malditos intereses geoestratégicos determinan que hay que continuar enviando armas para que la gente se siga matando indefinidamente.  

Uno de los libros más maravillosos que he leído en los últimos años es La vida anterior de los delfines, de Kirmen Uribe (Seix Barral. 2022). En él, el autor relata su investigación sobre la vida de la intelectual húngara, activista por los derechos sociales, Rosika Schwimmer, una mujer excepcional que, entre otras cosas, impulsó el movimiento feminista internacional que luchó con la palabra por detener la Primera Guerra Mundial, y que antepuso siempre su conciencia pacifista a su propio bienestar. 

A finales de abril de 1915, en el Congreso Internacional de Mujeres celebrado en La Haya, Rosika pronunció un apasionado discurso a favor de la paz, en un momento en el que los jóvenes enviados al frente caían como moscas. «Quienes han muerto en el campo de batalla son hijos de todas nosotras. No son personas anónimas, sino hijos nuestros en plenitud de sus vidas, repletos de sueños y esperanzas malogrados; hijos nuestros que ya nunca más podrán sentir el calor del sol sobre sus rostros, ni contemplar la belleza de la luna llena; cientos de miles de jóvenes a los que no les queda nada, y por quienes nosotras debemos darlo todo; por ellos y por quienes no se resignan ante la barbarie». 

En un momento histórico en el que las élites hacen oídos sordos al clamor de los pueblos en favor de la paz y en que la bondad es despreciada por naif, recojo en este extenso artículo testimonios de mujeres que dedicaron buena parte de su vida a reivindicar la paz y a oponerse a las injusticias. 

El elevado coste de ser conscientes de la injusticia

«Nosotras, las mujeres, que damos más importancia al valor ético, al sentido moral, debemos proclamar nuestra verdad sin miedo a los mandos de los ejércitos, a los fabricantes de municiones, a los venenosos líderes de opinión. No debemos temer ni a los emperadores ni a los reyes ni a los presidentes. Nuestra verdad proviene de los corazones de los hombres y las mujeres que sufren. Es ahí donde debemos mirar: abrir bien los ojos ante ese dolor y gritar al mundo nuestra verdad», prosiguió Rosika en un discurso que podría repetir hoy mismo casi palabra por palabra sin perder un ápice de actualidad: 

«El militarismo no está en los jóvenes que luchan…, qué va. La guerra podría acabar con todos nuestros jóvenes, pero el militarismo seguiría existiendo. Porque el militarismo está en las leyes y en las instituciones, en los barcos de guerra, en los aviones y en los zepelines. Y debemos gritarlo bien alto por esos hijos nuestros que están derramando su sangre: ¡detened la guerra! Y no podemos aceptar las coartadas de algunos para postergar el fin de esta barbarie. ¡No! ¡La guerra debe terminar ahora! Para una cuestión así el futuro es siempre tarde, solo el presente importa. ¡Detengamos la guerra ya!». 

Dos décadas después de la aventura de aquellas mujeres valientes, la escritora anarcofeminista Lucía Sánchez Saornil, una de las fundadoras de Mujeres Libres, recogía en Horas de revolución (Calumnia Edicions, 2019), tras el golpe de estado fascista, reflexiones como esta: «La diplomacia es el brazo ejecutor de la política internacional y, como la política, juega de una manera mecánica por intereses, que no son nunca los intereses de los pueblos. 

El elevado coste de ser conscientes de la injusticia

»Una vez más ponemos de relieve las diferencias que separan a los pueblos de los gobiernos. Entre pueblos puede existir la confraternidad espontánea, la solidaridad generosa y humanísima, puesta mil veces a prueba cuando la desgracia o el desastre acucian a uno de ellos. En los gobiernos la cooperación tiene móviles distintos bien alejados, por cierto, de los que animan a los hombres como tales; en todos sus movimientos juegan únicamente los intereses de los núcleos directores, que no son nunca —tengámoslo bien presente— intereses morales, sino financieros, porque los movimientos de conquista intereses financieros son y la megalomanía de los dominadores juguete es, también, siempre, siempre, de los intereses financieros». 

Qué poco han cambiado las cosas. Los intereses financieros son los que generan el caos en lugares como la República Democrática del Congo, que dispone de la mayor parte de reservas del mundo de los minerales necesarios para fabricar aparatos electrónicos como los teléfonos móviles y las baterías eléctricas. Guerrillas de mercenarios alimentadas por los civilizados países occidentales siembran el terror, asesinando y violando a hombres, mujeres y niños. La población civil huye en masa, lo que deja el terreno libre a las empresas europeas y norteamericanas para explotar las minas a cielo abierto con mano de obra esclava e infantil, sin medidas de seguridad ni derecho laboral alguno. 

«El paso de la negación de la injusticia al reconocimiento de la injusticia no se puede revertir. 

»Lo que han visto los ojos, lo han visto. Una vez que ves la injusticia, no puedes volver a negar de buena fe la opresión y defender al opresor. Lo que era lealtad ahora es traición. A partir de ahora, si no te resistes, colaboras

»Pero hay un terreno intermedio entre la defensa y el ataque, un terreno de resistencia flexible, un espacio abierto al cambio. No es un lugar fácil de encontrar ni de habitar». 

El elevado coste de ser conscientes de la injusticia

Son palabras de la escritora y filósofa estadounidense Ursula K. Le Guin, una de las autoras más aclamadas de la literatura contemporánea en su país, referente absoluto en los géneros de la fantasía y la ciencia ficción. En buena parte de su obra se encuentra reflejada su visión del mundo, que, por otra parte, compartía a menudo en ensayos y discursos. 

«Tenemos buenas razones para ser prudentes, para callar, para no agitar las aguas. Nos jugamos mucha paz y comodidad. El paso mental y moral de la negación a la conciencia de la injusticia suele tener un coste muy elevado. Mi satisfacción, mi estabilidad, mi seguridad, mis afectos personales pueden convertirse en un sacrificio en nombre del sueño del bien común, de la idea de una libertad que quizá no llego a vivir, de un ideal de justicia que quizá nadie consiga nunca». 

Después de todo, quizá resulta que la clave del éxito de la opresión y la tiranía radica en nuestro egoísmo, el de cada persona. Son más las que prefieren callar, por lo que pueda pasar, que las que reivindican la justicia social sin lugar a dudas. 

«Si los seres humanos detestásemos la injusticia y la desigualdad tanto como decimos y creemos que hacemos, ¿alguno de los grandes imperios y las altas civilizaciones antiguas habría llegado a durar ni quince minutos? 

»Si los norteamericanos detestásemos la injusticia y la desigualdad con tanta pasión como decimos, ¿habría alguna persona en este país que tuviera que pasar hambre? 

»Exigimos un espíritu rebelde a los que no tienen la oportunidad de aprender que la rebelión es posible, pero los privilegiados nos quedamos quietos y no vemos el mal», lamentaba Le Guin. 

Estas reflexiones, recogidas en un artículo titulado Un combate sin fin, que forma parte del libro The Wave in the Mind (L’onada de la ment, Raig Verd, 2022), concluyen con un recuerdo a Primo Levi, quien, tras sobrevivir a Auschwitz, escribió en Los hundidos y los salvados: «La ascensión de los privilegiados, no solo en el Lager sino en toda convivencia humana, es un fenómeno angustioso pero inevitable: los privilegiados solo están ausentes en las utopías. El deber del hombre justo es combatir todo privilegio inmerecido, pero no se debe olvidar que se trata de un combate sin fin». 

Combatir el privilegio como (utópica) vía hacia la libertad. Comportarnos de forma digna, deseando el bien al resto de humanos, sean de donde sean, tengan el color de piel que tengan, profesen la religión que profesen, sea cual sea su inclinación sexual. 

«Si algo han tratado de enseñarme mi madre y sus hermanas es a no confundir la empatía con la condescendencia o, peor aún, con la indiferencia. La empatía y el espíritu crítico debían ser las dos caras de una misma moneda, esa bendita facultad de los buenos maestros para unir la comprensión con la exigencia, y así me educaron desde pequeño. “Hay que pasar por esta vida haciéndolo lo mejor que podamos”, me repetían, animándome siempre a que fuera mejor persona, sin miedo a cuestionarme mis propias convicciones o a dudar de mí mismo», escribe Kirmen Uribe en La vida anterior de los delfines, y no podría estar más de acuerdo. 

Por eso me duele tantísimo la indiferencia con la que aceptamos el asesinato diario de docenas de niños y niñas en Palestina; en Gaza, pero también en Cisjordania. Miles desde el comienzo del genocidio; destrozados por las bombas y los proyectiles israelíes fabricados en Occidente, y ahora también víctimas de la hambruna consecuencia del asedio criminal al que el agresor somete a una población desplazada de sus casas, la mayoría de ellas dinamitadas. 

Me duelen los discursos vacíos, el cinismo y la hipocresía de quienes apoyan la carnicería suministrando armamento al verdugo a la vez que dejan caer caridad desde el aire. El mito de los valores humanitarios ha quedado hundido para siempre en la ciénaga de la historia. Es todo una farsa. El único valor que mueve a la sociedad capitalista es el dinero. Las vidas humanas no valen nada, y menos aún si no son de aspecto caucásico

BREAKING: In the pouring rain in New York City, actress @SusanSarandon joins over 100+ cities around the world in today's global day of action for Rafah.
Activists say millions around the world are standing up today against Israel's threats to intensify the genocide. pic.twitter.com/DJCXJtbE2B

— BreakThrough News (@BTnewsroom) March 2, 2024

«Sabemos quién es nuestro enemigo. Nuestro enemigo es el odio, nuestro enemigo es el racismo, nuestro enemigo es el colonialismo, nuestro enemigo es la codicia, y nuestro enemigo es el silencio. El silencio de quienes miran a otro lado cuando tú ves niños destrozados, bebés hambrientos, madres gimiendo, padres cavando entre los escombros para intentar encontrar a sus familias. Esto es inaceptable».

El paso mental y moral de la negación a la conciencia de la injusticia del que hablaba Ursula K. Le Guin, que muchos prefieren no dar, pero que para otros muchos resulta inconcebible no hacerlo. Es el caso de la actriz Susan Sarandon, que pronunciaba esas palabras bajo la lluvia, en una de las últimas manifestaciones en Nueva York para exigir el alto el fuego en Gaza y el fin del apartheid al que Israel somete al pueblo palestino desde hace tres cuartos de siglo.  

«Luchar por la justicia puede ser un trabajo solitario. Puede ser agotador, pero nada comparado con lo que está pasando en Gaza, en Rafah, para el pueblo palestino, que lo ha tenido que soportar durante 75 años. 

»Decir verdades incómodas puede hacerte perder el sustento, los amigos, la familia, pero quiero que mires a este mar de paraguas, porque somos tu familia. No estás solo, hay cientos más como tú en Manhattan, cientos de miles en los Estados Unidos, millones en todo el mundo, que está defendiendo a Palestina, la justicia, un alto el fuego. Millones de personas que seguirán saliendo a la calle, que seguirán organizándose, que seguirán hablando claro, haciendo ruido, y debemos abrazar a cada uno, agradecer a cada uno y alentar a otras personas a ser valientes y a salir por lo que, definitivamente, será probado como estar en el lado correcto de la historia». 

Susan Sarandon está pagando un precio por defender la vida de los palestinos y por denunciar el genocidio que patrocina el gobierno de su país. Otras figuras públicas también han decidido no callar, aunque eso les cueste contratos y notoriedad en la burbuja del establishment. Antes que celebridades, son seres humanos a quienes les duele el sufrimiento ajeno. «Nadie es libre hasta que todos nosotros lo somos. ¡Palestina libre!», fueron las palabras que eligió para cerrar su intervención, parafraseando a la activista afroamericana Fannie Lou Hamer, quien en los años 60 y 70 del siglo pasado luchaba por la igualdad de derechos en un país donde la segregación racial estaba firmemente arraigada. 

El elevado coste de ser conscientes de la injusticia

En 1971, en un discurso ante el National Women’s Political Caucus del que fue cofundadora, Fannie Lou Hamer decía: «Tenemos que conseguir algunos cambios en este país. Y no solo cambios para el hombre negro y para la mujer negra, sino que los cambios que tenemos que lograr en este país van a ser para la liberación de todo el pueblo, porque nadie es libre hasta que todo el mundo sea libre. Es algo que se debería haber hecho hace mucho tiempo». 

Nadie es libre hasta que todo el mundo es libre. Estoy totalmente de acuerdo, pero se trata de una afirmación del todo incompatible con la sociedad actual. El mundo productor-consumidor en el que vivimos se basa en la desigualdad. Para que una minoría privilegiada crea ser libre, una gran mayoría debe ser explotada. El gran éxito del sistema radica en que la mayor parte de esa gran mayoría cree ser libre también o, al menos, ni se lo plantea. Por lo tanto, lo que les pase a los congoleños, a los sudaneses del sur o a los palestinos nos importa lo justo para decir «pobre gente», mientras nosotros podamos mantener nuestra aparente comodidad. De los desalmados que aplauden la masacre, ni hablo; los doy por perdidos como seres humanos. 

«El paso mental y moral de la negación a la conciencia de la injusticia suele tener un coste muy elevado». Qué acertada la reflexión de Ursula K. Le Guin.


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