Revista Cultura y Ocio

Golondrinas

Publicado el 20 marzo 2024 por Benjamín Recacha García @brecacha

Siempre te ha gustado observar las acrobacias aéreas de las golondrinas. Seguir su vuelo te llevaba con ellas a las alturas, donde, entre átomos de aire, el espejismo del orden natural parecía menos volátil.  

Desde niño te sentiste fascinado por la capacidad mágica de las aves de conquistar el cielo. La silueta de una rapaz entre las nubes te aceleraba el pulso y te hacía brillar las pupilas. La acompañabas con la mirada hasta que no era más que un puntito negro sobre fondo azul o se perdía tras la cresta de una montaña.  

No hace tanto que aún volabas en sueños, braceando para ganar altura. Cuando estabas bien arriba, te dejabas caer en picado y te deslizabas en vuelo rasante sobre el suelo.  

Como las golondrinas.  

Aunque ellas ya apenas se acercan a tierra. Ni siquiera aquí, en el valle de Pineta, tu paraíso.  

Nunca has dejado de venir, y a pesar de haber sido testigo año a año de la transformación, te duele ver el Monte Perdido sin resto de hielo, te duele tanto como el día que su glaciar se declaró extinto. Te duele ver la otrora estruendosa cascada del Cinca convertida en un chorro escuálido; te duele no ser capaz de encontrar un reguero de agua en el desierto de guijarros que es ahora el cauce del río.  

Te duele la constatación de que apenas quedan hayas que merezcan conservar el nombre. Recuerdas el denso bosque que casi no dejaba pasar la luz; ya solo hay troncos secos.  

Te duele la ausencia de flores en la que era una pradera multicolor, y te duelen las espinas secas del quejigo junto al que tus padres montaban la tienda de campaña. Hace mucho que ningún lirón busca refugio entre sus ramas peladas.  

Las moles calcáreas que rodean el valle sí son las mismas de siempre, pero han quedado desnudas. Ni siquiera los estoicos pinos negros sobreviven ya en las alturas. Resisten sus esqueletos de gris madera retorcida como prueba de que allí hubo vida.  

Buscas a las golondrinas. Su vuelo nervioso es todo lo que queda. Ya no comparten espacio con el buitre leonado ni el quebrantahuesos, se fueron hace tiempo. Tampoco vuelan las ruidosas chovas piquigualdas. Todo está en silencio. Ni siquiera las golondrinas silban; se limitan a planear, e intuyes que también ellas se están despidiendo. Ya ni siquiera encuentran mosquitos que llevarse al pico. 

Tú, en cambio, esta vez has venido para quedarte. A veces piensas que habría sido mejor una vida más corta, que te hubiera evitado ser testigo de la degradación acelerada de lo que más amas, que te hubiera librado de asistir al suicidio colectivo hacia el que la humanidad se ha lanzado con encono. 

Por lo menos aquí el cielo se mantiene azul, y si aguzas el oído aún puedes sentir el sonido del viento entre los pocos árboles que se empeñan en ponerse el vestido de primavera. No les durará mucho. Incluso aquí, en pleno Pirineo, el verano es abrasador. 

Observas a las últimas golondrinas con una mueca de sonrisa en tus labios agrietados. 

Si te concentras en ellas y en el fondo azul, puedes verlo todo como era antes, en aquellos veranos felices que moldearon tu amor por la naturaleza. 

Piensas que, si permaneces así el tiempo suficiente, cuando bajes la mirada el frondoso hayedo habrá regresado, la cascada volverá a rugir, los abejorros zumbarán de nuevo de flor en flor, las truchas huirán como flechas de tu mirada indiscreta entre las aguas saltarinas del Cinca, el glaciar lucirá otra vez espléndido bajo el sol, y las golondrinas aplazarán su despedida, silbando alegres en persecución de los mosquitos, incluso a ras de suelo. 

Cuando bajas la mirada, nada ha cambiado. El panorama es tan desolador como cuando llegaste. Aun así, piensas que merece la pena estar aquí. Las acrobacias de una sola golondrina son mucho más de lo que ofrece el mundo, encerrado en su jaula tecnológica, acorazado tras todo tipo de mortíferos ingenios con los que sentiros más «seguros». 

Una ráfaga de viento ardiente levanta el polvo y te obliga a cerrar los ojos. Cuando pasa, te frotas la cara con el dorso de la mano y, con la oxidada agilidad que te permiten tus articulaciones, te sientas entre la hierba quebradiza. Cuánto hace que también aquí dejaron de pastar las vacas. 

Vuelves a mirar al cielo e imaginas que nubes de tormenta aparecen tras la cumbre del Monte Perdido. Recuerdas los truenos que amenazaban con resquebrajar las montañas, las cortinas de agua y el granizo de agosto, las gotas golpeando persistentes la lona de la canadiense. Sueñas con volver a admirar las cascadas formándose en cada vaguada. 

Algún día. Cuando ya no estéis. 

Esperaré paciente el momento. 


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