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El último truco del Gran Giulanni

Por Clochard
El último truco del Gran Giulanni El Gran Giulanni termina su función sacando confetti de los bolsillos y lanzándolo sobre el sorprendido público compuesto por seis niños de entre siete y ocho años. Ha conseguido salvar la función — y cobrarla — después del berrinche del niño que celebra su cumpleaños y los reproches de la madre hacia un aburrido marido alegando que habían solicitado un payaso. No había sido cosa fácil, pero al final el recurso del conejo de la chistera funcionó perfectamente, seguramente porque para los niños de ahora ver y tocar a un conejo blanco real es como ver un dinosaurio o animal mitológico escapado de los dibujos animados. Decide regalar al niño el conejo para contentar a la madre y porque después de todo no podría alimentarlo.
El Gran Giulanni se llama en realidad Julio y a sus 45 años tiene que soportar en el Metro las miradas y risitas de la gente ante su atuendo. Su chistera, su raído Frac y la enorme maleta que arrastra de aquí para allá parecen causar mucha gracia. El Gran Giulanni llega a su mugriento piso de alquiler que hace meses que no paga. Se desnuda y se dispone a realizar el truco que mejor le sale, hacer desaparecer en tiempo récord el contenido de una botella de cualquier licor que su miserable bolsillo sea capaz de pagar. Su mujer se marchó hace ya demasiado tiempo, cansada de esperar que se buscara un trabajo de verdad, le agradeció que lo hiciera en silencio y sin dar portazos ni otorgarle la ocasión del insulto.
Comprueba su correo y descubre que su mánager (en realidad su único amigo que intenta encontrarle algún bolo en cualquier rincón de la ciudad más por caridad que por esperanza de cobrar alguna comisión) le ha inscrito en un concurso de magia cuyo premio es una suculenta cantidad de dinero. Le ruega por favor que se presente, que podría ser una gran oportunidad.
El Gran Giulanni recuerda todos los sitios a los que se ha presentado esperando ser contratado, todas las veces que le han dicho que su número está anticuado y obsoleto, las muchas que directamente se han reído de él o en que ni le han vuelto a llamar. Rememora el desprecio en los ojos de niñatos que dirigen los espectáculos, la incredulidad jocosa en directores de programas televisivos.
Sin embargo no sabe muy bien porqué dos semanas después está allí en mitad de un escenario con todo el público abucheandole. Las manos le tiemblan y las cartas se le caen de las manos posiblemente por la falta de alcohol, los nervios le juegan malas pasadas y el pañuelo infinito se engancha al tirar de él o la varita mágica se atasca sin convertirse en ramo de flores. Hasta el viejo CD que utiliza como música parece haber decidido morir en ese preciso momento. Contra él compiten magos insolentemente jóvenes y descarados que hacen juegos de cartas espectaculares a la vez que despliegan un humor hilarante e ingenioso, mentalistas tatuados con espadas y hachas que obligan al público a contener la respiración y creer en lo imposible y señoritas de sensual belleza que escapan de tanques repletos de agua y camisas de fuerza para aparecer sentadas en el regazo del señor calvo de la primera fila que no puede dejar de babear.
Sin embargo y pese a que el jurado no ha parado de mofarse de él y hasta insultarle las votaciones del público lo han colocado en la gran final. Sabe que ha sido por ese afán de sorna tan en boga hoy día, de ridiculizar al débil hasta el mayor extremo posible. Sabe también que no tiene opción alguna de ganar al gran favorito, el mentalista que parece un Vikingo recién aterrizado de un viaje en el tiempo y que ha sido capaz de hacer que él mismo quede anonadado ante sus prodigiosos trucos.
Se siente como un monstruo extraño expuesto en una feria cósmica, como el payaso al que le lanzan pelotas hasta verlo caer al agua en cualquier atracción de barrio. Ahora mismo es el tipo más miserable y estúpido sobre la faz de la tierra esperando tan solo que esta se abra de una maldita vez y lo se lo trague entero, ese sí sería un gran truco.
Pero entonces se le ocurre que quizá es el mejor momento para poner en práctica aquel truco secreto que le enseñaron hace mucho bajo la promesa de no llevarlo a cabo jamás. Es consciente del peligro que conlleva y no está seguro de que le salga bien, pero que diablos, si existía algún momento en que poder intentarlo desde luego que era ese. Con total parsimonia y haciendo caso omiso de los gritos, insultos y hasta objetos que le lanzan, se quita la chistera y enseña su interior vacío al respetable.
Unos minutos después ya en la calle El Gran Giulanni sonríe totalmente satisfecho mientras se coloca la chistera en la cabeza y se aleja del teatro en que ha tenido lugar el concurso. Se siente ganador incontestable pese a que el jurado no lo haya declarado ni pueda jamás recoger el premio, algo que ya no le importa lo más mínimo. Tan solo lamenta un poco no poder obtener la recompensa de ver las caras de incredulidad de los primeros que entren al teatro al descubrir que tanto el público como el jurado, como el resto de participantes del concurso se han convertido en enormes conejos blancos por arte de magia.

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