Revista Cultura y Ocio

El Vampiro Errante: Capítulo VIII

Publicado el 23 agosto 2020 por Ayaathalia @Ayashi375
El Vampiro Errante: Capítulo VIIIEl Vampiro Errante es un bonus, es decir, una pequeña historia que añade información. En este caso se trata del bonus de Nosuë, protagonista de Lazos de Sangre. ¡Pero se puede leer independientemente si te apetece!


Las Pasiones del Errante
    El cambio fue más que notable. De la asustada cordialidad de Taneka pasamos a la más absoluta amabilidad.    Ya no había miedo cuando me veía, ni siquiera nerviosismo. En realidad parecía contenta. Incluso Ronald estaba más feliz ahora que su esposa no parecía incómoda por mi presencia, y nuestras charlas se volvían más alegres y coloquiales, para mi sorpresa.    Me sentía bastante abrumado.    Y no sólo por los «hasta la vuelta» y los «bienvenido a casa», desde luego. Lo que probablemente más me abrumaba era el modo en que Taneka se interesaba por mí cuando salía del desván para ir de caza.    —¿Y cómo es ser como tú? —preguntó tres noches después de haber decidido  quedarme «un día más»—. No me refiero a… a las cuestiones técnicas. ¿Cómo te sientes? Emocionalmente, quiero decir, ¿cómo es ser vampiro?    Ronald estaba interesado precisamente en los aspectos técnicos del vampirismo. Cómo funciona nuestro organismo, cómo vivimos nuestra vida.    Taneka, en cambio, era mucho más emotiva.    —Diferente —respondí al final.    —¿Cómo de diferente? —Mientras hablaba estaba preparando un pastel de cerezas de olor delicioso.    —Diferente. No estamos sujetos a las mismas normas que vosotros.    —Nosuë, no te estoy preguntando por las normas.    Se volvió y me tocó el pecho con la punta de la cuchara de madera, manchándome de masa de bizcocho.    —Te estoy preguntando cómo lo sientes tú.    Me dio un trapo para que me limpiara y volvió a su pastel.    —Ser un vampiro familiar significa que las cosas no cambian demasiado —expliqué tras unos segundos—. Cuando me convertí seguí viendo a mis padres y mis hermanos, aunque no era muy cercano. Había sido educado para ser vampiro. Vi nacer y crecer a mis sobrinos y nietos.    —Eso debe ser duro.    —No lo sé. Era como tenía que ser. El rebaño tiene antepasados indirectos en los vampiros a los que sirven, y esos vampiros tienen descendientes en los humanos que cuidan. Es tan… natural. Sé que es difícil de entender.    —Puede ser. No imagino… No lo sé. Quedarme como estoy para siempre.    —No es para siempre. Los vampiros morimos de viejos.    —Pero no envejecéis.    —Físicamente no, pero eso no significa que a la larga el cuerpo deje de sustentarnos y se convierta en polvo.    —Pero tardáis.    —Sí. Cientos, a veces incluso miles de años.    —Debe ser triste pasar ese tiempo solo.    Noté un gruñido que me vibraba en la garganta. Lo paré en seguida, pero temí que Taneka lo hubiera oído.    Y lo había hecho, porque me miraba, pero no con temor, sino con compasión.    —Sí —murmuré—. Es un poco triste. Pero las circunstancias son las que son, y hay que vivir con ellas.    —Fueron los cazadores de vampiros, ¿verdad? Los que te dejaron solo.    —Sí.    —¿Por qué os cazan a vosotros, los que cumplís vuestras leyes y no matáis a los humanos?    —Por el mismo motivo que tú me temes.    Noté que se tensaba y el latido de su corazón se volvía errático. Se ruborizó de una forma… deliciosa, diría. Daban ganas de dar un bocadito a esa mejilla arrebolada.    —Yo no te temo, Nosuë —replicó—. Ya no, al menos. Lo hacía, es verdad, no lo puedo negar, pero…    —Pero crees que os salvé a ti y a tu marido, y que merezco por tanto tu respeto.    —No. Creo que luchaste por nosotros como un amigo, no como un monstruo, y te admiro por ello.    Le devolví la mirada, un poco incómodo por su franqueza. No, no por su franqueza… Por el sentimiento que había en sus palabras.    Porque lo estaba diciendo de corazón.    Taneka sonrió.    —¡Bueno! Y aparte de beber sangre, vampiro, ¿qué te gusta hacer? —preguntó alegremente, volviendo a su pastel.    —¿Gustar?    —Algunos gustos tendrás, supongo.    Me quedé callado, pensando en ello. Gustos… Ya no los recordaba. Eso debió llamarle la atención, porque volvió a mirarme como si le preocupara mi silencio.    —¿Nosuë? —llamó.    —Lo siento. Es que no me acuerdo.    —¿No te acuerdas de las cosas que te gustan?    —No.    —Pero… ¿Pero cómo es posible?    —Llevo cuatrocientos años siendo un vampiro errante, Taneka. Es difícil para nosotros hacer las cosas que nos gustan si no tenemos un lugar donde hacerlas.    Noté que se cubría los labios con una mano, mirándome con mayor compasión ahora. No me gustaba que me mirara así.    —Mira, Taneka… —empecé, y ella me interrumpió.    —¿La música?    —¿Qué?    —¿Te gusta la música?    —Pues… supongo que sí. Mi sire intentó enseñarme a tocar, pero nunca se me dio muy bien.    —¿Clarinete?    —Es un poco molesto tocar instrumentos de viento cuando no se necesita aliento.    —Ya, claro. Me encanta el clarinete. —Sonrió—. Vamos, averigüemos qué más te gusta, ¿eh?    —Taneka…    —¿La lectura? ¿Te gusta leer?    —Es entretenido.    —¿Tal vez escribir?    —No especialmente.    —¿Bailar? Ronald solía llevarme a bailar antes de casarnos.    —¿Por qué no lo hace ya?   —Porque los dos tenemos trabajo, un vampiro duerme en el desván, y mi marido tiene un libro a medio escribir entre manos.    —Hm, claro. El vampiro es un impedimento.    Sonrió y me puso la mano en el brazo, cariñosamente. Fue un gesto muy agradable por su parte, la verdad. Quería darme a entender que era broma, que desde luego yo no era el motivo por el que no la llevaba a bailar. ¿Todo lo demás? Seguro que sí.    —Vamos, algo tiene que haber —me dijo—. Algo que disfrutes. Piensa en lo que hacías cuando tú… Cuando estabas con tu familia. ¿Qué hacías para pasar el rato?    Fruncí el ceño y traté de recordarlo.    Hasta que lo hice.    —Pintar —se me ocurrió de pronto—. Me gustaba mucho pintar.    —¿De verdad? ¿Cuadros?    —Sí. Mi sire posaba para mí a menudo, y yo la pintaba en mis lienzos. Había muchos de mis cuadros en la casa. Muchos.    Y todos quedaron reducidos a cenizas.    —Ya veo —murmuró Taneka, y luego, sorprendiéndome, me abrazo.     Cuando aquella noche volvieron del trabajo, el matrimonio Littyan llevaba consigo un caballete, diez lienzos y un juego de pinturas.

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