Revista Viajes

Falcón, desde mi libreta

Por Viajaelmundo @viajaelmundo
Casco histórico de Santa Ana de Coro

Casco histórico de Santa Ana de Coro

Domingo 21. Llegamos hoy, hace calor. El casco histórico de Santa Ana de Coro es el más antiguo de Venezuela y por eso es Patrimonio de la Humanidad. Sus calles mantienen el empedrado original, sus fachadas son hermosas y tras esas casas hay mucha historia que debería ser contada sin cansancio. Es domingo y todo está muy solo. De lunes a viernes los museos y algunas casas abren sus puertas para los curiosos. Me lo imagino lleno de cafecitos, de gente comiendo helados y caminando por ahí, pero no pasa. Dos policías están en la plaza y les preguntamos porqué no hay gente y uno de ellos responde apenado que sabe que debería ser así, que uno intenta, pero que solo no se puede. Vengan mañana, dice. Que las casas ya están abiertas y les pueden dar más información, aunque el café está cerrado. Ese sí que abre nada más de jueves a sábado.

Domingo 21. En la posada Casa de los pájarosMe gustan los chinchorros, pero la plaga me pone de mal humor y aquí tengo una cosa y la otra. Pero me quedo. Tengo arena de los médanos hasta en los oídos y espero mi turno para bañarme. La tarde se nos fue en el desierto haciendo sandboard, aunque yo no lo intenté. Solo hice fotos hasta que el plástico que cubría mi cámara no fue suficiente y se comenzó a llenar de brisa y arena. Vimos el atardecer y lloré aunque nadie me vio. No me escondí: teníamos lentes protectores.

Lunes 22. Nos dio frío anoche. En el mercado la panela cuesta 1300 Bs, las empanadas de carne mechada 350 Bs y la malta también ¡Hay malta! Más adelante, ya en el carro, vemos el cartel: “empanadas a 150 Bs”. Así que recordamos la cuadra para desayunar allí mañana. Hoy vamos hasta el Cabo de San Román y nos detendremos en el camino donde nos provoque que siempre es en muchas partes.

Coro

Casco histórico de Santa Ana de Coro

Médanos de Coro

Los Médanos de Coro

Lunes 22. La corriente deja la basura arremolinada en la orilla. Plástico y más plástico. Ahora la brisa hace que las dunas tapen tramos de la carretera. Qué curioso manejar con mar y desierto al borde del camino.

Lunes 22. Adícora. Camino descalza por las calles de Adícora, por su orilla, por su plaza. Compro dulce de leche, como pastelitos de jamón y queso en la panadería; converso bajo la sombra de un árbol. Después del mediodía comienza a llegar más gente. Sus fachadas lucen colores cuidados, la gente sonríe aunque da las direcciones de una manera muy peculiar. Del otro lado practican kitesurf. Aquí siempre hay brisa y yo solo me quedo mirando el mar que está claro y cálido. No necesito más. Ya dijimos que volveríamos mañana.

Lunes 22. Desde el chinchorro, mientras espero para bañarme.  Era imposible no detenerse en la salina de las Cumaraguas cuando íbamos hacia el Cabo de San Román, en la Península de Paraguaná. Un delirio rosado que arranca sonrisas. Pasamos por ahí cerca de las diez de la mañana o incluso antes, ya no lo recuerdo. Pero sí sé que volvimos a eso de las cuatro de la tarde, y ese rosado se tornó fucsia con un brillo alucinante que me dejó lela por unos minutos, al borde de esa carretera. Qué bonito moverse por ahí con curiosidad y asombro. Cuando llegamos al Cabo San Román, el carro se movía solo por la brisa. Ese es el punto más septentrional de Venezuela; es mar y desierto y desde allí se ve la isla de Aruba si el día está despejado. Logramos verla, aunque no se detalle en ninguna foto. Para llegar ahí hay que salirse de la carretera y sortear un camino de tierra por algunos minutos. Está bien, pasa cualquier carro.
Debajo del faro había un heladero, solito. Después de tanto caminar, compramos un helado de manzana, de esos fresquitos que quitan el calor. Escuchamos al Caribe reventando en las piedras y nos quedamos en la inmensidad de ese paisaje, quién sabe por cuánto tiempo. Por ahí llegaron los españoles en 1499 y descubrieron Paraguaná el 9 de agosto, día de San Román. Y uno va a verlo, con una mezcla rara de curiosidad. Después de las cinco de la tarde la arena de los médanos no se calienta, pero la brisa se agita y todo se vuelve un espectáculo de movimiento. Esas líneas sobre el desierto, danzan, conmueven. Se vuelven delirio. Por eso fuimos ayer y volvimos hoy porque a los Médanos hay que verlos todas las veces que sean posibles.

Martes 23. Las empanadas a 150 Bs son pequeñitas, pero deliciosas. Me como seis: tres de carne mechada, tres de queso. Y es ahí donde nos dicen que en la esquina tal, la casa aquella, venden empanadas de chivo. Allí iremos mañana. Hoy vamos hasta el Supí, porque ayer pasamos por ahí y lo dejamos atrás, como esperando. Volveremos a pasar por Adícora para comprar más dulce de leche.

La tranquilidad de Adícora

La tranquilidad de Adícora

Esto es Adícora

Esto es Adícora

Las salinas de las Cumaraguas

Las salinas de las Cumaraguas

En el Cabo de San Román

En el Cabo de San Román

y otra más, en el Cabo de San Román

y otra más, en el Cabo de San Román

El Supí

El Supí

Martes 23. Se hizo de noche. Agua clara, tibia, baja. Un día entero en el Supí, sin gente, con sus casas a punto. Chuchín nos dejó estacionar el carro en su casa, frente a la iglesia y nos hizo quedarnos bajo un toldo con cuatro sillas que era sombra necesaria de tanto en tanto. Sonrió cuando nos dijo que el pescado frito con tostones y ensalada estaba listo. Lo habíamos elegido media hora atrás porque entramos hasta la cocina de su casa y nos mostró varios pargos y roncadores frescos. Quería una hamaca después de comer, pero ya Chuchín estaba allí, zarandeándose viendo el mar. No me cansa el mar del Supí, allí nos sorprende la tarde y el aviso de que deberíamos volver. Esta noche vamos a subir la temperatura del aire acondicionado. Nos volvió a dar frío.

Martes 24. Hoy salimos a Maracaibo, pero encontramos la esquina tal y la casa aquella de la que no anoté el nombre y lo lamento. No tenían empanadas de chivo, pero sí de las visceras del chivo y pido una que luego tengo que compartir porque el sabor es fuerte. Isabel, quien nos atiende, es portuguesa pero ya no tiene el acento. Nos pregunta de dónde venimos y a dónde vamos; nos pide que manejemos con cautela, nos da café aunque ya no lo vende porque tiene poco y ese es para ella, pero lo divide en cuatro vasitos pequeños. Devoramos las empanadas de Isabel, nos despedimos como si la conociéramos de siempre y nos vamos.


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