Revista Opinión

Gentrificación, espacio público y modelo de ciudad.

Publicado el 23 enero 2017 por Polikracia @polikracia

“Paris 2010. Frente al auge incontrolado de la criminalidad en ciertos distritos periféricos, el gobierno ha autorizado la construcción de un muro de aislamiento en torno a las zonas clasificadas como de alto riesgo” (1)

Con estas distópicas palabras tan poco alejadas de la realidad actual (2), la película Distrito 13 (“Banlieue 13” en su original francés), aunque de dudosa calidad técnica, nos propone varias reflexiones en torno al espacio público que son pertinentes para el propósito de este breve texto. En él no trataremos de explicar la poliédrica estructura de la gentrificación (palabra de moda estos últimos años) ni revisaremos la amplia bibliografía que la acompaña. Lo que haremos será invitar a adoptar una mirada diferente sobre los espacios en la ciudad, que tanto banalizamos con nuestro vaivén cotidiano. En las ciencias sociales se ha tenido desde hace mucho tiempo una lectura histórica de los fenómenos sociales, pero no es hasta hace relativamente poco que al “materialismo histórico” se le ha añadido el “materialismo geográfico” en palabras del geógrafo David Harvey (3).

La película de acción mencionada nos sitúa en una ciudad espacialmente ideologizada, esto es, donde clases sociales, poder y espacios se juntan para crear control, dominación… e injusticias. Es evidente que hoy en Madrid, Londres, París no existen muros físicos de 10 metros que separan unos barrios de otros. Pero no es menos evidente que existen otros muros, de menor escala e invisibles (y por lo tanto más peligrosos desde el punto de vista de la legitimación) que segregan de una manera o de otra. Para muestra un botón: en lo macro podemos ver como un muro invisible separa Madrid, capital de la desigualdad, en distritos del norte con mayor poder adquisitivo y más conservadores en su voto y distritos del sur con menor poder adquisitivo y más progresistas. En lo micro, basta plantarse una tarde en el “salón urbano” más aparentemente multicultural de Madrid (la plaza de Lavapiés, barrio más mestizo y pobre del distrito Centro) para comprobar que existe otro muro invisible. Este separa una clase media blanca que consume en el espacio privado de la plaza (terrazas) de una clase trabajadora inmigrante que se reúne en el centro de la plaza. La única transgresión de este muro, el único contacto que tienen ambos grupos es para pedir dinero, hecho que pone en duda la adjudicada multiculturalidad del barrio.

Vemos como se cruzan clase social, espacios y poder, en este caso poder político local, que emplea sus recursos y políticas públicas para moldear los espacios a su gusto. El fin puede ser muy dispar: aislar, potenciar, desconflictivizar, desmovilizar, desalojar o transformar una clase social territorializada. Aquí aparece (al fin) la gentrificación como “el fenómeno urbano más importante en este último medio siglo”, encargado del desplazamiento masivo no deseado de una población vulnerable de un barrio céntrico a una zona periférica degradada. Es un proceso definido fundamentalmente en términos de clase y por tanto profundamente conflictivo estereotipado gracias a medios como VICE que la trata como el vehículo de los cupcake-center, barberías carísimas y tiendas de bicicletas fixies que “no entienden como un negocio tan bonito como el suyo pueda generar rechazo”.

Más allá de las curiosidades que puede producir esta “clase creativa” (profesionales de clase media-alta ligada al ámbito artístico), una vez instalada, con su modelo de barrio consciente o inconscientemente planteado, expulsa vía explosión de alquileres a los habitantes originales del barrio. Se crea por lo tanto a la larga un “efecto parque temático” con un entorno seguro, bonito y vacío, como un decorado perfecto para el turismo y una cultura elitistas, que tiene una cara B raramente expuesta. El barrio se vacía de vida del día a día, pero se llena de ruido y luz debido al tren de vida turístico. En este punto conviene apuntar que la responsabilidad de este fenómeno no debe recaer tanto en la infantería de pequeños comerciantes. El grueso de la responsabilidad cae en los inversores, empresarios y gobernantes públicos promotores de las políticas públicas que planifican, especulan (y se enriquecen con) la gentrificación.

No hace falta acudir a grandes teorías o a ejemplos exóticos para ver como el espacio se cruza con el poder y los fenómenos sociales; basta con echar un vistazo a nuestras calles, plazas y edificios. La ciudad es interacción social pero también es mercantilización del espacio, donde la acera puede ser la arena de conflicto de esta dicotomía planteada. El comercio callejero (cuya expresión local son los denominados “manteros”) no son un “problema social” en nuestro país como podría ser en América Latina donde ocupan casi la totalidad de barrios enteros todos los días en ciudades como Buenos Aires o Cochabamba. Claro que deja de ser un “problema social” en el momento en que toma protagonismo en el barrio y supone el centro de actividad económica y de interacción social. En el caso local, el argumento reaccionario que alega una falta de seguridad y de estética debido a la presencia de los manteros en el centro (“¿Pobres e inmigrantes en el centro? ¡Por favor! ¿Qué será lo próximo?”) se enfrenta al argumento de la necesidad de supervivencia económica y al derecho a trabajar.

Lo interesante es no obstante comprobar el modelo de ciudad que hay detrás de cada argumento. Una ciudad del consumo de tejido barrial o una ciudad de centros comerciales que vacían los barrios y cierran los pequeños comercios. Todos vemos hacia dónde se han ido encaminando los planes urbanísticos y de rehabilitación de la mayoría de los barrios de nuestras ciudades. Adiós a la imagen del flâneur que inmortalizaría el sociólogo Simmel, personaje de la pequeña burguesía que se paseaba por los espacios públicos de París sólo para dejarse ver. Pero adiós también a las pequeñas interacciones del día a día en el comercio local, en las plazas y aceras que forman el barrio.

Quien quiera ver una suerte de relato neo-romántico sobre la bondad intrínseca del barrio debe tener en cuenta que obviar la importancia de la construcción y supervivencia de los barrios es obviar no solo la tragedia económica que representa el exilio forzado causado por la gentrificación. Es también obviar la mayoría de conquistas sociales locales (desde tener un consultorio médico hasta un centro cívico o una escuela para el barrio) que por cierto no han caído del árbol. Se han conseguido tras largas y duras luchas de las asociaciones de vecinos en los años 80.

De hecho, desde entonces no todo son malas noticias desde el bando de las fuerzas antigentrificación. Con los mencionados problemas que acarrea dicho fenómeno algunos ayuntamientos de la nueva política como el de Barcelona, donde más falta hace una respuesta institucional, se han puesto manos a la obra apostando por la desmercantilización del espacio. Las medidas se centran en la regulación de alquileres y del turismo y el control de las inmobiliarias por un lado (en consonancia con el modelo gentrificador de la capital catalana) y en la rehabilitación consciente de los barrios como praxis propositiva. También han surgido iniciativas desde actores menos oficiales como las intervenciones del arquitecto Santiago Cirugeda en espacios “olvidados” por las instituciones para dotarles de una utilidad local en consonancia con el “derecho a la ciudad” a la vez que denuncia la mala utilización de estos espacios. Porque lo importante no es saber si una actuación (comercio, plan o actividades) es intrínsecamente maligna, sino ponerla en relación con las políticas públicas que la fomentan o limitan y que se encuadran en un modelo de ciudad.

Así nos encontramos con el consumo quirúrgico y globalizado frente al comercio con repercusión local con supermercados multinacionales en vez de tiendas locales. Tránsito frente a interacción con avenidas en vez de aceras peatonales. Competición e individualismo frente a trabajo en equipo con pistas y parques preparados para el running en vez de canchas de fútbol o baloncesto. Porque se trata de eso, del modelo de ciudad donde evidentemente unos elementos son más funcionales a la ciudad neoliberal que otros, como se ha esforzado en demostrar Luis de la Cruz en “Contra el Running” (4). En este breve ensayo enumera los valores de superación e individualismo, la economía política y la ideología detrás del running, a la vez que lo pone en relación con el modelo de ciudad en el que se enmarca. El running no desafía al modelo de ciudad, a la ciudad de los coches, de las residencias y de los centros comerciales. Cosa que sí hace la bicicleta, criticando la utilización del espacio público, ocupándolo y proponiendo otro modelo más participativo y ecológico en el sentido literal del término.

Correr no pone en cuestión nada, a no ser que sea transgrediendo el espacio planteado, como hace el parkour. Aquí vuelve a la palestra la película mencionada, Distrito 13, que se apodera de esa práctica deportiva para hacerla liberadora frente a una ciudad que le ha dado la espalda al ciudadano (trabajador, humilde) y que lo oprime. Por esto, es el running y no el parkour el que aparece fundamentalmente en la publicidad como el “deporte del empresario por excelencia”. Porque molesta, porque es su opuesto, porque critica el modelo de ciudad.


Imagen elaborada para este artículo por Jorge Casas.

(1) Resumen en Filmaffinity: http://www.filmaffinity.com/es/film285716.html

Introducción en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=OcCkhd-jyvc

(2) Pensemos en el recién elegido presidente de los EEUU y su muro o en el muro de la vergüenza de Israel, combinados con el reciente tratamiento a los barrios más mestizos y pobres de París y Bruselas.

(3) David Harvey, Espacios de esperanza. Madrid, AKAL. 2003.

(4) Luis de la Cruz, Contra el running. Corriendo hasta morir en la ciudad postindustrial. Jaén, Piedra Papel Libros. 2016.


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